Ya tenía los nudillos condolidos de tanto golpear una y otra vez el
viejo saco, si seguía así iba a reventarlo y entonces le costaría
comprar uno nuevo. No era que eso le supusiera un problema, pero pasaba
de tener que perder el tiempo encargando uno y escuchar los quejidos de
los otros que se verían obligados a prescindir de ello, ya que estaría
inservible.
Se secó el sudor de la frente con su antebrazo,
mientras aún jadeaba por el esfuerzo del ejercicio. Distraídamente, se
dirigió otra vez hacía su taquilla y dejó los guantes en su
correspondiente sitio. Los pobres estaban ya hechos polvo, pidiendo ser
reemplazados. Miró en el interior y tomó de nuevo sus ropas negras, una
toalla verde tamaño extra grande y el gel de ducha Magno; su preferido.
La
ducha estaba repleta de exterminadores, todos ellos preparándose para
salir a patrullar esa noche por las peligrosas calles de Londres.
Mitchell no era el único que había estado gran parte de la tarde
entrenando y machacando los músculos, eso era lo normal allí.
Esa
noche decidió no practicar puntería en el campo de tiro, lo dejaría para
otro día. Lo suyo no eran las armas, aunque siempre llevaba un revolver
encima, a él le iban más las dagas. Éstas eran de fácil uso, menos
pesadas y acertaban siempre en el blanco.
Se metió en la única
ducha que había disponible y dejó que el agua se encargara de eliminar
todo el sudor que pringaba su fibroso cuerpo y que a su vez, calmara sus
contraídos músculos.
Diez minutos más tarde, estaba vistiéndose
de nuevo para comenzar con su jornada laboral de esa noche. Se acercó a
la sala de armas y extrajo de la funda de piel sus dos maravillosas
dagas de empuñadura negra. Eran de acero y con un filo demasiado
afilado. Se las guardó estratégicamente en un lugar seguro donde
pasarían desapercibidas y luego tomó su revolver e hizo lo mismo.
Por
último, antes de salir listo para la acción, tenía que ponerse su
anillo. Sacó del bolsillo de su pantalón de cuero una cajita pequeña de
plástico y extrajo el sello de oro que había dentro. La sortija tenía la
cara de un perro tallada en él. Ese era el símbolo que representaban a
los perros infernales que siempre acompañaban a sus amos, los
exterminadores.
Cada uno de ellos tenía una joya con ese símbolo,
algunos tenían a su mascota atrapado en un brazalete o en un colgante,
cualquiera de ellas eran válidas.
Los perros infernales eran de
mucha utilidad, eran los mejores rastreadores para encontrar a cualquier
criatura maligna. El suyo, particularmente era uno de los más
peligrosos, debido a su gran tamaño. Tenía un pelaje negro para pasar
desapercibido entre las sombras; sus ojos eran de un rojo intenso que
delataban su naturaleza sobrenatural y sus afilados colmillos no tenían
nada que invidiar a los de los vampiros. Realmente temible, como su amo.
Ahora
ya listo y con todo lo que necesitaba para darle caza a los hijos de
putas que merodeaban por las noches para atacar a sus víctimas, Mitchell
salió al pasillo, con intenciones de ir al garaje a por su nena.
—¡Hey, Mitchell! —le gritó Dylan desde la otra punta del pasillo— ¿Te marchas ya?
El hombre no tardó en alcanzarlo y ponerse a su altura.
—¿Para
qué hacer esperar más a las bestias? —le contestó con burla—. Están
desando que le demos caza, ¿por qué demorar más lo inminente?
—Cierto, hombre —convino—. Pero yo pensaba que antes te tomaría un par de tragos conmigo.
Dylan le guiñó un ojo, mientras sacaba una petaca metálica y plateada del bolsillo de su chaqueta y se lo ofrecía.
—Ya sabes, como siempre solemos hacer.
—Gracias
Dylan, pero hoy es Sábado —le recordó, negando su ofrecimiento—. Justo
cuando más movimiento hay en las calles —o al menos, eso esperaba—. Y
quiero estar al cien por cien —añadió.
—Vale tío, beberé por ti —le guiñó de nuevo uno de sus negros ojos, en un gesto de complicidad.
Le dio un largo trago al whisky escocés que siempre llevaba a mano y después de despedirse, se marchó a cumplir con su deber.
Este
hombre era insaciable, y lo más gracioso de todo era que aunque se
bebiera dos litros de alcohol, siempre estaba sereno. <<¿Cómo era eso posible?>>, quizás ese era su don, ¿quien sabe?
Él,
como todos los demás, tenía un don que lo diferenciaba de los otros.
Cuando quería, podía levitar tan alto como deseara. Prácticamente se
podía decir que volaba, pero con más estilo que superman.
Con ese gracioso pensamiento, alcanzó la cochera. Se montó de nuevo en su Harley Davidson y la puso en marcha con rumbo hacia el destino que le había tocado en esta ocasión patrullar.
Habían vampiros y demonios que matar, y él estaba preparado de sobra para hacerlo... Y encima iba a disfrutarlo.
***
Su
teléfono móvil no paraba de sonar y vibrar a la vez. Estuvo a punto de
caerse de la mesilla de noche al suelo, pero en el último momento,
Jennifer lo atrapó casi en el aire y se lo acercó a la oreja.
—¿Sí? —respondió a la llamada con voz soñolienta.
—Jenni, ¿a que hora paso a recogerte?
—Espera un momento Saraí, ahora te digo.
Se
apartó el aparato del oído y miró la hora que indicaba en la pantalla.
Eran casi las ocho de la tarde y aún no se había duchado ni acicalado.
Como siempre, se le hacía tarde.
—¿Que tal si vienes a por mí a eso de las diez?
Escuchó un suspiro de resignación desde la otra línea y luego volvió a oír su voz.
—Está bien, pero que conste que no espero ningún minuto más, ¿vale?
—Prometo estar lista a esa hora, lo juro.
La
llamada finalizó y sin demorarse más todavía, se puso en pie para
comenzar con el ritual de belleza. Tenía que depilarse, hacerse las
cejas, ponerse la mascarilla exfoliante y luego, pelearse con su larga
melena rubia, que a veces era indomable.
Una vez más, no le dijo
nada a su amiga sobre aquellos acosos del que era víctima. No quería
preocuparla, además, tampoco era que ella pudiera hacer algo al
respecto.
Cuando Saraí le hizo una llamada perdida a su teléfono,
Jennifer estaba casi lista. Digo casi porque aún le faltaba terminar de
maquillarse. Se apresuró a terminar de ponerse rimel en sus ya de por sí
largas y espesas pestañas y dedicándole una última sonrisa de
satisfacción a la imagen que reflejaba el espejo, salió disparada del
baño.
Cogió su diminuto bolso negro y después de asegurarse que
llevaba las llaves del piso, el móvil y la cartera dentro, cerró la
puerta principal y con mucho cuidado de no romperse la crisma con esos
altísimos zapatos de tacón de aguja, bajó las escaleras.
El
maldito ascensor estaba averiado ya dos semanas y la pobre tenía que
subir y bajar esas interminables escaleras un mínimo de dos veces al
día.
Cuando llegó al rellano de la entrada del bloque, estaba casi
sin resuello, con la respiración agitada y con la diminuta falda del
vestido negro remangada hacía arriba, mostrando gran parte de sus
hermosos muslos. Antes de salir se lo ajustó bien, se aseguró de estar
en condiciones, con cada mechón de pelo en su lugar correspondiente.
Abrió la puerta y vio a su amiga, montada en su auto, con el motor en marcha y tatareando la canción de To Night, I´m Loving You de Enrique Iglesias. Se acercó al vehículo y montó en él.
—¿Donde iremos a cenar esta noche?
—¿Te apetece comida china?
Jennifer asintió entusiasmada.
—¡Qué rico! Hace tiempo que no voy a un restaurante de esos.
—Pues estamos tardando.
Le
contestó Saraí con una enorme sonrisa en su rostro lleno de pecas. La
mujer no era muy agraciada, pero su carácter tan jovial y alegre, junto
con su simpatía, la hacían bonita, de una manera especial y diferente.
Su
pelo corto, a la altura de la barbilla, era de un color zanahoria y su
tez pálida, hacía que sus innumerables pecas resaltarán más. Era bajita,
pero delgada y con las suficientes curvas para considerarla muy
femenina. Físicamente eran muy distintas, pero tenían muchas cosas en
común.
Las dos tenían la misma edad -unos veintiséis años-, les
gustaban la lectura, el mismo tipo de música y ambas tenían el mismo
carácter. Eran impulsivas, impacientes y desafortunadamente, se
enamoraban demasiado fácilmente. Por eso aún estaban las dos solteras,
siempre escogían al chico equivocado y acababan durando con ellos muy
poco tiempo.
Giraron en la siguiente calle y ante ellas apareció el restaurante chino más famoso de la ciudad.
Tuvieron
que dar un par de vueltas a la manzana antes de encontrar un sitio
donde aparcar el vehículo. Finalmente encontraron uno que no estaba muy
lejos del establecimiento.
Esa noche pidieron para cenar lo que no
estaba escrito. Encima de la mesa había comida para todo un regimiento.
¡Saraí era muy exagerada a la hora de pedir!
Cuando ya estuvieron
satisfechas y dejaron casi todos los platos sin tocar, pagaron y se
fueron de regreso al Ford Focus blanco de Saraí.
—Me han dicho que
esta noche hay espectáculo en la disco —le informó su amiga mientras
conducía—. Creo que aparte de gogos femeninos, van a ver también
masculinos.
—¡Fantástico! —exclamó Jennifer—. ¡Ya está bien que haya algo de diversión para las mujeres!
—Por lo menos una que nos alegre la vista —añadió la otra entre carcajadas.
Al
poco tiempo llegaron al lugar deseado, estacionaron el Ford a dos
calles de allí, en un callejón poco iluminado y en cuanto llegaron a la
entrada de la discoteca, se pusieron en la cola a la espera de poder
entrar. Ya eran casi las doce de la madrugada, justo la hora en la que
la mayoría de la gente se aglomeraba en las entradas de las discos y de
los Pub, listas para comenzar una noche de diversión.
***
Mitchell
estaba aburrido, llevaba un par de horas callejeando y no había
encontrado movida alguna. Solamente se había tropezado con un puñado de
borrachos, que entre ellos estaban buscando pelea. Nada que a él le
interesara. Las broncas entre humanos no eran asunto suyo.
Tiró al
suelo la colilla del quinto o sexto cigarrillo de esa noche y con paso
firme, se adentró en un callejón oscuro. Cuando comprobó que ese lugar
estaba también desierto, volvió a decepcionarse. Parecía ser que iba a
necesitar la ayuda de su amiguito... Era hora de sacar a pasear al perrito.
Primero
se cercioró que no había moros en la costa, una vez que estaba ya
seguro de su privacidad, se quitó el anillo de oro y lo lanzó al suelo a
la vez que murmuraba unas palabras en latín:
—¡Hellhound!
Una
humeante y espesa capa de humo grisáceo surgió de la joya, y segundos
después, cuando ésta se había evaporado, apareció su mascota. Se trataba
de un enorme perro de pelaje negro, con unos ojos tan rojos y
brillantes, que resplandecían en la penumbra.
El animal se le quedó mirando fijamente, a la espera de la primera orden.
—¡Busca!
No hizo falta añadir nada más, el perro giró sobre sus cuatros patas y echó a correr hacía el corazón del callejón.
Seguro que esa bestia encontraba lo que tanto él ansiaba. Era hora de divertirse un poco.
Levantó
la cabeza y miró hacía arriba, a la parte superior del edificio que
tenía más cerca. Sus pies comenzaron a separarse del sucio asfalto, el
viento lo engulló y cuando fue a darse cuenta, ya estaba en la azotea
del inmueble.
Agudizó al máximo su sentido de la visión, hasta que
encontró a su mascota a unas cuantas calles más abajo. Parecía que
rastreaba alguna pista importante, eso era señal de que había alguna
criatura cerca.
Echó a correr, saltando de tejado en tejado,
estrechando la distancia que les separaban, hasta que alcanzó el
edificio que quedaba justo encima.
Descubrió que su perro infernal no estaba sólo, tenía compañía... una muy interesante.
Había
un corpulento vampiro con la cabeza morena enterrada en el cuello de un
desdichado vagabundo. El gruñido que emergió de la garganta canina,
hizo que el vampiro interrumpiera su festín y sin soltar a su presa, le
dedicó a éste una mirada asesina.
—Chucho, ¡lárgate de aquí!
—rugió, mostrándole los colmillos manchados con el valioso líquido rojo; hileras de sangre descendían por su prominente barbilla.
El
aludido simplemente esperó a que su amo le diera la orden de atacar. El
animal también tenía ganas de jugar, pero no sería en ese momento.
Mitchell quería para el solito a ese indeseable vampiro.
Después
de escupir esas palabras, el chupasangres se concentró de nuevo en beber
y dejar seco a su víctima, ignorando a su reciente espectador; no se
había percatado de la presencia del exterminador que observaba toda la
escena desde las alturas. El mismo, se acercó al resquicio del tejado y se
lanzó al vacío.
Mientras descendía lenta y silenciosamente, Mitchell aprovechó para sacar, de su gabardina, sus dos relucientes dagas y dejarlas listas para la acción. Justo cuando sus botas de motero hacían contacto con el suelo, el vampiro se giró al notar su presencia, soltando al pobre mendigo al que estaba drenando; el mismo cayó al suelo, laxo, sin vida.
Con un grito gutural, el vampiro se lanzó sobre él, intentando alcanzar su yugular para morderle también, pero fue en vano, pues en cuanto su rostro quedó a escasos centímetros del suyo, fue frenado en seco; le había rajado el cuello con sus inseparables dagas, mientras le dedicaba una de sus temibles sonrisas y observaba atentamente su reacción.
Este lo miraba con los ojos desorbitados, con una mezcla entre incredulidad y sorpresa; instintivamente, se había echado mano a su cuello degollado, intentando desesperadamente detener el chorro de sangre que escapaba a borbotones de su lastimado cuerpo.
Con un grito gutural, el vampiro se lanzó sobre él, intentando alcanzar su yugular para morderle también, pero fue en vano, pues en cuanto su rostro quedó a escasos centímetros del suyo, fue frenado en seco; le había rajado el cuello con sus inseparables dagas, mientras le dedicaba una de sus temibles sonrisas y observaba atentamente su reacción.
Este lo miraba con los ojos desorbitados, con una mezcla entre incredulidad y sorpresa; instintivamente, se había echado mano a su cuello degollado, intentando desesperadamente detener el chorro de sangre que escapaba a borbotones de su lastimado cuerpo.
Lo estaba poniendo todo perdido.
Cayó
de rodillas al suelo, haciendo extraños ruidos con su garganta, hasta
que finalmente cayó muerto al piso. A los pocos segundos, su cuerpo se
desintegró dejando solamente sus ropas y sus cenizas.
Mitchell
limpió la sangre vampírica con la camisa del difunto y las volvió a
guardar en su lugar correspondiente. No se apresuró en echarle un
vistazo al humano, sabía de sobra que le había llegado su fin. La falta
de latidos de su corazón se lo confirmaba.
Después de comprobar
que efectivamente no se había equivocado -rara vez lo hacía-, abandonó
el cuerpo del desafortunado y se dispuso a continuar con su caza.
No
había dado ni cinco pasos, cuando oyó en la lejanía unos gritos
femeninos pidiendo ayuda. Miró fijamente al perro infernal que lo seguía
pisándole los talones.
—Amiguito, parece ser que la noche solo acaba de empezar...
Y sin decir nada más, ambos echaron a correr directos a la fuente de donde procedían aquellos lamentables gritos desesperados.
Sin dudas, algunas mujeres estaban en peligro y él tenía la responsabilidad de socorrerlas.
1 comentario:
Dulce!!
Vi tu comentario en mi blog. Sí que me había leído los tres libros, así que muchas gracias por avisar de que lo has compactado todo aquí ^.^
Como se me ha roto el ordenador de vez en cuando puedo coger el de mi padre, pero no demasiado, así que ando bastante atrasada en lecturas de blogs. Pero te prometo que me meteré todo lo que pueda a leer.
Un beso muy grande, guapa :)
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