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viernes, 29 de noviembre de 2013

Esclavo de las Sombras - Capítulo Cinco

—¿Tienes alguna idea?

—Hombre —dijo Dylan mirando a Mitchell y su adorable carga—. Si no te la llevas tú, me la llevo yo y le doy mis cuidados.

Mitchell gruñó con aquél pensamiento. Por alguna extraña razón, la sola idea de que otro hombre tocara a esa mujer, lo carcomía por dentro.

—Ni se te ocurra —le amenazó enseñándole los dientes—. Esta hembra es cosa mía.

Dylan levantó las manos en un gesto de rendimiento.

—Pues por fin ya tenemos hogar para la dama —miró enrededor, donde se encontraban y negó con la cabeza—. Se han pasado esta vez. Lo extraño fue la cantidad de criaturas y la poca experiencia que tenían —dijo asqueado—. No sabían ni pelear, pensé que nos darían algo más. Venían a por ellas como los mosquitos a la luz.

—Cierto y eso no es algo normal en ellos —Mitchell se quedó un momento pensativo y añadió—: Es como si fueran recién convertidos. ¿No opinas lo mismo?

La chica que sujetaba entre sus brazos comenzó a despertarse. Abrió los ojos y lo miró con miedo, mientras se retorcía entre sus brazos, intentando zafarse de su agarre.

—Tranquila gatita, ya estás a salvo —le susurró para que se tranquilizara.

Luego alzó la vista y prestó atención a lo que decía su compañero.

—Sí, su sed de sangre era imparable, siquiera nos miraban, solo buscaban la sangre de las humanas —decía mientras se limpiaba los restos de sangre de las manos en la tela de sus pantalones de cuero.

—Hace años que no tenía una pelea tan de bajo rango con un montón tan grande de estos hijos de puta —convino Mitchell, mientras la rubia lo miraba en silencio sin saber qué decir o hacer.

—¡Ni qué lo digas! —afirmó Dylan, tras sacarse la petaca del bosillo interior de su chupa de cuero, una vez tuvo las manos limpias—. En fin, me voy a dar otra ronda, a ver si encuentro más diversión por ahí —miró la carga de su colega, antes de añadir—: Ya sabes, si no sabes qué hacer con ella, yo estaré encantado de encargarme de su seguridad. En casa tengo sitio más que de sobra para una preciosidad como ella.

—He dicho que yo me haré cargo de ella—dijo Mitchell con los dientes apretados, girando sobre sus talones—. Yo también me largo ya.

Llamó a su mascota con un silvido. Luego pronunció en latín las palabras necesarias para invertir el hechizo y después de un destello, en el suelo apareció su anillo, justo donde había estado antes el animal. Cómo pudo, se agachó y lo tomó de regreso y sin más desapareció con su pequeña carga en brazos.

Cuando ya no se encontraban en aquél siniestro callejón y estaban a solas, Jennifer tosió sin disimulo alguno, para llamar la atención del exterminador, que avanzaba con paso decidido.

—Pero, ¿a dónde me llevas? —preguntó, todavía en estado de shock y débil por la pérdida de tanta sangre.

—De momento, a mi casa —respondió Mitchell renegando, mientras continuaba con su caminata.

No era que no estuviese contento con la idea de tener una mujer bella en su casa, no, ese no era el problema. El problema era que hasta que no decidiera que hacer con ella, esa rubia tendría que convivir con él una temporada y él odiaba las obligaciones y los compromisos.

Pero no le quedaba otra.

—¿Y qué pasará con Saraí? —exclamó alarmada—. ¡No podemos dejarla allí tirada!

—No te preocupes, llamaré a los del servicio de limpieza y ellos se encargaran de ella.

<<¿Servicio de limpieza? ¿Qué diablos era eso?>>.

Mitchell viendo la expresión de la joven, que reflejaba confusión, se apresuró a explicarle:

—En la organización tenemos un grupo de chicos que se ocupan de limpiar la zona donde se ha producido una batalla. Se encargan de hacer desaparecer las ropas de los bastardos asesinados, de las armas o de cualquier prueba que revele lo que ha ocurrido allí.

—¿Y por qué no puedo regresar a mi apartamento?

—¿No crees que haces demasiadas preguntas?

Ella lo miró haciendo una mueca de desagrado.

—¡No faltaría más! ¡He tenido la peor noche de mi vida! Para empezar, casi me violan, por poco más me dejan sin una gota de sangre y a Saraí... —no pudo continuar hablando, las lágrimas acudieron de nuevo a la puerta de sus ojos.

¡Eso sí que no! Él no podía lidiar con eso. Lo suyo no eran las mujeres que lloraban, eso lo superaba. Y ahora tenía a una en brazos que le estaba empapando la camiseta. Pero comprendía su pena y la entendía.

Él también había perdido a muchos seres queridos a los largos de sus años de existencia. Y estos eran muchos.

—Creo que tengo derecho a saberlo —dijo finalmente, aún hipando.

Y encima, tenía razón.

—Escaparon dos vampiros y ahora ellos conocen tu identidad. Es solo cuestión de tiempo que den con tu dirección y te vuelvan a dar caza.

Jennifer se estremeció entre sus brazos, escondiendo el rostro en su musculoso pecho, cuando le escuchó decir aquello.

—A ninguno de los bandos nos interesan que los humanos queden libres conociendo nuestra existencia. Eso nos pondría en peligro a todos.

—Entonces, ¿vosotros también tenéis que encargaros de eliminarme?

<<Por favor, por favor, que diga que no. No he salido de esta para luego acabar igualmente frita>>, suplicó en silencio.

—Tranquila —le dijo, notando su inquietud—. Nosotros no somos como ellos, unos asesinos a sangre fría.

—¿Entonces...? —Jennifer dejó la pregunta en el aire.

—Aún no lo sé, pero ten por seguro, que nadie te pondrá las manos encima para lastimarte.

Y eso era una promesa que pensaba cumplir a raja tabla.

***

Media hora después, estaban ya a las puertas de su mansión, a las afueras de Londres.

Por el camino había llamado al equipo de limpieza para que se encargaran de todo. Ellos mismo enviarían el cuerpo de Saraí a la morgue y allí tramitarían el papeleo para que procedieran con todo lo referente al funeral. El doctor que se encargaría de la autopsia era un aliado y sabría cómo actuar ante una victima asesinada a manos de vampiros. Estaba todo controlado y no habría constancia alguna para el resto de los mortales sobre lo que realmente le había pasado a la difunta; la organización sabía como cubrir sus pies.

—¿Crees que tienes fuerzas suficientes para mantenerte en pie?

Jennifer asintió con la cabeza, mientras admiraba la belleza de aquel inmueble, de estilo moderno y en perfectas condiciones. Se notaba que era una construcción nueva.

Mitchell la ayudó a ponerse en pie y la sujetó del codo para que no perdiera el equilibrio y con la otra mano libre, abrió la puerta con sus llaves.

Empujó la puerta y juntos entraron al interior de la vivienda. Jennifer se quedó con la boca abierta con la hermosura de aquél lugar, que mirases por donde mirases todo era prácticamente nuevo y de estilo moderno. Los colores blanco y negro predominaban el lugar, tanto en mobiliario como en la decoración.

Cuadros de figuras abstractas y sin sentido alguno colgaban de las blancas paredes pintadas en liso, que parecía mármol por su brillo y tacto.

Los sillones de piel eran también blancos, a juego con las cortinas de las ventanas del salón, en cambio los muebles eran negros, al igual que la gran alfombra que cubría casi todo el piso de la estancia. Hacía buen contraste con el mármol blanco del suelo.

—Ven, toma asiento mientras curo tus heridas.

Antes de que Jennifer pudiera protestar, Mitchell había ido a la cocina a por el botiquín de primeros auxilios. Después de lavar y curar los múltiples arañazos que tenía en sus piernas y manos, le indicó donde pasaría la noche.

Acordaron ir a la mañana siguiente al tanatorio a velar por su amiga y luego, después del entierro, se acercarían a la casa de ella a por sus cosas más básicas.

Cansada y agotada por aquella larga e infernal noche, Jennifer se retiró y se fue a dormir y a descansar un poco. No había hecho más que dejarse caer sobre la colcha blanca de la cama, cuando las lágrimas acudieron de nuevo a sus ojos. Cada vez que los cerraba, a su mente acudía las terribles imágenes de todo lo sucedido y sobre todo, la imagen que más la afligía era la de su amiga Saraí yaciendo en el suelo.

Finalmente, en medio de su pena, logró conciliar el sueño, lleno de pesadillas y en donde sólo encontraba consuelo entre los brazos de Mitchell.

Gracias a él estaba aún con vida.

***

La mañana del día siguiente la pasó llamando a todos los conocidos a los que podría interesarle la nefasta noticia y les avisó del lugar donde se llevaría a cabo la misa por su alma y demás.

Una hora después estaba en el tanatorio despidiéndose de Saraí. No había mucha gente en el lugar, pues tanto su amiga como ella, no tenían familiares conocidos, pero la directora del orfanato se presentó sin demora alguna. También asistieron algunas amigas que tenían en común y la mayoría de sus vecinas.

Y así avanzó el día, de manera triste y dolorosa, hasta que finalmente el ataúd de Saraí fue enterrado bajo tierra en aquél lóbrego cementerio.

En todo momento estuvo Mitchell a su lado, consolándola cuando hacía falta y guardando silencio cuando era necesario.

Otra razón más para estarle agradecida.

Eran ya casi las nueve de la noche cuando llegaron montados en una preciosa Harley Davidson a su apartamento. Mitchell se ofreció a ayudarle con la tarea de empaquetar y bajar luego el equipaje y Jennifer se lo permitió.

Nada más abrir la puerta, encontró un sobre blanco en el suelo. No llevaba nada escrito por fuera y tampoco era que lo esperase, siempre aparecía así, sin indicar quién era el remitente.

Mitchell notó como a la joven le temblaron las manos cuando tomó el sobre del piso y eso solo podía significar que no era nada bueno.

—¿Ocurre algo?

Ella simplemente se encogió de los hombros y procedió a ver su contenido. Más fotos aparecieron dentro, la primera era de ella junto a Sarai, haciendo cola en la fila para entrar en la discoteca. Pasó a la siguiente y se vio así misma sola en la puerta del local, intentando localizar a su amiga; la siguiente era de cuando había sido atacada por aquellos seres despreciables y la última era de ella tomada en brazos de Mitchell.

Alguien la había estado siguiendo, había visto el problema en el que se había metido y no hizo nada por evitarlo. Ni siquiera avisó a la policía pidiendo ayuda.

Mitchell tomó las fotos de la mano de Jennifer, al ver que se había quedado petrificada y clavada en el lugar, sin reaccionar ni nada.

Echó un vistazo al contenido y comprendió la razón de tal estado.

—¿Quién te hizo estas fotografías?

—No lo sé... —abrió la boca para decir algo más, pero luego, como si se hubiera arrepentido, la volvió a cerrar.

—¿Es la primera vez que recibes algo así?

Bueno, quizás era momento de hablar con alguien sobre eso.

—No, aquí tengo otras cartas y notas que he estado recibiendo en estas últimas semanas.

Avanzó hacía su mueble del salón y extrajo del cajón todo lo que tenía guardado sobre ese continuo acoso.

Mitchell se quedó ojeándolo mientras ella se fue a su dormitorio a preparar su equipaje. Metió en su vieja mochila lo más básico por el momento, tampoco sabía cuanto tiempo iba a estar ausente, así que decidió llevarse tres o cuatro mudas de ropa, un par de pijamas, ropa interior y su neceser de aseo.

Cuando ella regresó al lado suyo, con la pequeña mochila sobre un hombro, Mitchell la esperaba con semblante serio.

—¿Has hablado con la policía sobre esto? —preguntó, balanceando las cartas y fotografías que todavía sostenía en sus manos.

—No.

—¿No?

Jennifer bajó la cabeza y fijó su mirada en sus pies, ocultando su rostro avergonzado. Sabía que había sido una inmadura dejando ese tema tan importante de lado, pero es que temía que la persona responsable de todo eso tomase represalias con ella.

Cuando Mitchell vio la expresión de Jennifer, decidió no presionar más y dejarlo estar.

—Está bien, ya no hace falta que lo hagas. Yo personalmente me encargaré de este asunto —guardó las pruebas dentro del bolsillo interior de su chupa de cuero—. ¿Estás lista ya?

—Creo que de momento tengo todo lo que voy a necesitar para pasar una semana o así... ¿Cuánto tiempo calculas que tendré que estar en tu casa?

—Aún no lo sé. Cuando tenga la próxima reunión con los de la organización, que será dentro de unos días, sacaré el tema y hablaremos al respecto -tomó la mochila de la joven y la puso sobre su espaldas—. Ahora, vámonos.

Y sin perder más el tiempo, los dos montaron de nuevo en la Harley Davidson y desaparecieron en la noche.

jueves, 28 de noviembre de 2013

Esclavo de las Sombras - Capítulo Cuatro

Jennifer no podía dar crédito a todo lo que veía que estaba pasando a su alrededor. Hacía escasos minutos estaba atrapada entre las garras de aquél bastardo que había violado a su querida y pobre amiga Saraí -la cuál yacía a pocos metros de su posición-, y ahora se encontraba tirada en el suelo.

Saraí parecía estar mal herida, o quizás incluso sin vida, no se movía, no se quejaba ni decía nada. Por lo que pudo ver a través de sus constantes lágrimas y desde donde ella se encontraba, su piel era extremadamente pálida. Y de sus brazos eran visibles las señales de marcas de mordiscos, varios de ellos todavía estaban sangrando.

<<¿Qué estaban haciendo aquellos dos hombres con ella? ¿Morderla? ¿Chupándole la sangre? Pero aquello era imposible... <<¿Por qué harían eso?>>

Y ahora un perro enorme, de apariencia espeluznante, apareció de la nada. Se aproximaba lentamente, mordiendo y destrozando a todo aquél que se le acercaba mientras iba directo hacia ellas.

Tembló de miedo y los dientes le castañearon, con  la sola idea de ser devorada por aquella bestia inmunda. Pero el animal no las atacó. Todo lo contrario, parecía que las estaba protegiendo; las cosas sin dudas se ponían cada vez más extrañas.

Y cuando vio a los hombres que la habían atacado a ella y a Saraí con largos colmillos asomando por sus bocas, comprendió que se trataban de vampiros.

<<¡Oh, Dios mío! ¡Los vampiros existían y ellas estaban allí atrapadas con ellos alrededor! Y para colmo, no paraban de aparecer más y más de esas criaturas>>.

Pero entre todos los recién llegados, un hombre rubio de larga cabellera destacaba entre ellos. Iba vestido todo de negro y de cuero. Por lo visto, no era muy amigo de los otros, ya que los estaba atacando. Blandía un largo látigo y con éste, comenzó a dar diestro y siniestro a todo aquél que se atrevía a desafiarle.

¡Por fin tenían ayuda!, pero Jennifer no creía que una sola persona pudiera con toda esa horda de vampiros.

El ladrido de otro perro igual de intimidador o más que el anterior, apareció junto a ellas y al igual que el otro, parecía que no tenía intenciones de dañarlas, sólo de protegerlas.

<<¿De donde salían esos extraños animales?, ¿qué estaba pasando?>> Jennifer no encontraba respuestas a todas sus dudas, solo sabía que al rubio lo superaban en número.

El hombre la miró y le dijo que no se moviera de allí. Pero ella no quería seguir en aquél horrible lugar, esperando a que la muerte viniera a por ella.

Miró al coche de su amiga que no estaba muy lejos de donde ellas se encontraban. Quizás si era lo suficientemente veloz llegaría hasta allí y podría salir de ésta. Solamente tenía que coger las llaves que Saraí tenía en el bolsillo, echar a correr mientras los demás peleaban y montar en el auto.

Le daría gas y se acercaría a por su amiga, la cuál tenía la pinta de necesitar urgentemente atenciones médicas. Y si alguno se tropezaba en su camino, lo atropellaría sin dudarlo dos veces. ¡Aquellos cabrones que lastimaron a su mejor amiga, se merecían pagar por ello! Luego llamaría a la policía y a la ambulancia, les daría la dirección de aquél asqueroso lugar; la decisión estaba tomada.

Se arrastró lentamente hacia el cuerpo inerte de su amiga, con los ojos aún anegados en lágrimas.

<<Seguro que aún está viva>>, se dijo una y otra vez. Simplemente se negaba a creer que Saraí estaba muerta y que había desaparecido para siempre de su vida.

Cuando al fin la alcanzó, tocó su pulso con manos temblorosas, pero nada, no lo encontraba. Acercó su oreja al pecho de la muchacha, esperando encontrarse con sus latidos, aunque fuesen débiles, pero tampoco los escuchó.

Su llanto se volvió un sollozo y cuando al fin se calmó, decidió con más ahínco llevar a cabo su plan: se llevaría a todos los que pudiera por delante.

Con las llaves ya en su poder, echó a correr todo lo que sus piernas temblorosas fueron capaces, hasta que estuvo junto a la puerta del vehículo. Pero no alcanzó a abrirla. Un cuerpo pesado cayó sobre su espalda, tirándola al suelo cuando se produjo el fortuito contacto.

Intentó girarse para ver qué era lo que pasaba, pero unos colmillos clavándose en su hombro la hizo detenerse y gritar de dolor.

Aquello era insoportable y cuando creía que se iba a desmayar por esa horrible agonía, la presión de aquel bastardo desapareció.

***

Mitchell saltó al tejado del último edificio y se asomó por la cornisa del mismo; lo que vio allí abajo le hizo hervir la sangre.

Su amigo Dylan estaba allí, junto con su mascota y la suya, destrozando y mutilando a una multitud de vampiros y demonios.

<<¡Al fin algo de diversión!>>, pensó para sí mismo, a la vez que sonreía deleitándose con la idea de machacar y hacer sangrar a esos bastardos, pero cuando su mirada cayó sobre una mujer que estaba allí atrapada, en medio de esa sangrienta batalla, su expresión cambió de golpe. La rubia se encontraba tirada en el suleo junto a un auto, con un vampiro sobre su espalda, gritando de dolor; el vampiro la estaba drenando.

—Hora de trabajar —susurró, para luego lanzarse al vacío.

Nada más tocar el suelo con sus pies, agarró del pelo al atacante de la rubia. Tiró de él fuerte, lanzándolo lejos de la muchacha. Con los ojos chispeando de rabia, se lanzó de nuevo sobre él, blandiendo sus dagas.

En ese momento, dos vampiros aprovecharon la ocasión para salir corriendo de allí, huyendo como dos perros asustados con el rabo entre las piernas. Pero él no podía ahora encargarse de ellos, tenía un asunto pendiente con aquél vampiro que había mordido a aquella pobre muchacha.

Si llega a demorarse un poco más, la hubiera dejado seca. De eso estaba seguro.

Lo golpeó duramente con la pierna, dándole patadas en el pecho y en la cara. Por último, dio un giro en el aire y cuando cayó sobre el vampiro, sus dagas se clavaron profundamente en su garganta. Giró las muñecas con un movimiento calculado y el cuello cedió, quebrándose y dejando la cabeza colgando en un ángulo doloroso.

Finalmente el cuerpo se desintegró en pocos segundos.

Aún no había terminado de observar como aquél vampiro se evaporaba, cuando notó la presencia de un demonio que venía por detrás. Sin darse la vuelta, lanzó el brazo hacía atrás y le golpeó los morros con el codo. El hombre gritó de dolor, pero no le dio tiempo a más, Mitchell se encargó de silenciarlo para siempre. Hundió sus armas una y otra vez sobre su pecho, a la altura del corazón del demonio, hasta que éste desapareció también.

Mientras avanzaba hacía la hermosa rubia que estaba semi inconciente en el suelo, machacó, desmembró, mutiló hasta la muerte, a toda criatura que osaba a desafiarle.

Al fin llegó a ella, la tomó en sus fuertes brazos y se acercó a su colega. Aquél temible exterminador había hecho un buen trabajo, a pesar de haber bebido; las manchas de sus ropas y todo el caos que reinaba en el lugar, daba constancia de ello.

—¡Hey, Mitchell! —le saludó Dylan.

—¿Estabas de fiesta y no pensabas invitarme? —preguntó irónicamente.

—Siempre te apuntas a última hora... ¿Para qué molestarme en avisarte antes? —dijo en broma, mientras le estrechaba la mano, en cuanto lo tuvo a su lado.

Luego los dos hicieron un recuento de daños: sus mascotas estaban bien, algo jadeantes y agotados, pero sin daño alguno aparente; y la chica que transportaba Mitchell en las manos, aunque estaba herida, seguía con vida. La peliroja, no había tenido tanta suerte.

Mitchell miró de nuevo a la mujer que llevaba entre sus brazos y comprobó que sus constantes vitales eran correctas. Todo bien con ella.

—Dylan, dos de ellos lograron escapar —le dijo con voz seria—.  ¿Sabes lo que eso significa?

—Que la rubia que sujetas, está en peligro y no puede regresar a su casa —susurró Dylan, siendo cosciente de la gravedad de sus palabras.

—¿Y ahora qué? —preguntó Mitchell— ¿Qué hacemos con ella?

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Esclavo de las Sombras - Capítulo Tres

En cuanto llegaron a la discoteca, las dos chicas se apresuraron a entrar al atestado local. Las luces de colores que iluminaban débilmente el lugar, creaban sombras y destellos en el ambiente y la música a todo volumen retumbaba en las paredes. En ese momento estaba sonando la canción de Danza Kuduro y sin pretenderlo, Jennifer y su amiga estaban bailaban, meneando sus caderas mientras se abrían paso y avanzaban hasta la barra a pedirse unos tragos.

Aquello era una misión imposible, los cuerpos se aprisionaban unos con otros, tan juntos que parecía que allí no cabría  ni un alfiler. Jennifer casi cae al suelo con tantos empujones, y sus altísimos zapatos no ayudaban en absoluto en la ardua tarea de avanzar aunque fuesen un par de pasos.

Cada vez que avanzaba un poco, alguien la volvía a empujar hacía atrás y cuando fue a darse cuenta, había perdido de vista a Sarai. Intentó localizarla mirando entre todas esas cabezas que inundaba la pista, pero le fue imposible. Su querida amiga era muy bajita y con tantos hombres altos y con tanta gente, la chica pasaba desapercibida.

<<¿Y ahora qué?>>, se preguntó enfadada con toda aquella situación. Había deseado que llegara la noche del Sábado para divertirse un rato y ahora se encontraba sola y atrapada entre una enorme mole de masa humana. ¡Cómo se notaba que esa noche iba a ver un show especial y que todos en la ciudad sabían sobre eso! Porque sin dudas, ¡todo Londres estaba metido allí!

Decidió apartarse a un lado, arrinconarse contra una pared y esperar a ver si tenía suerte y conseguía encontrar de una vez a su amiga.

Media hora después y entre codazos y empujones, logró sacar el teléfono móvil del bolso y con dedos temblorosos por los nervios, marcó el número de su amiga. Apenas lograba escuchar el pitido que daba el aparato cuando daba señal, así que se lo presionó más sobre la oreja para oír mejor y se tapó la otra con la mano libre. Aún así no consiguió menguar el sonido de la estridente música y el móvil continuaba con su insistente pitido. Nadie respondía y era de esperar, seguro que Saraí no lo podría escuchar la llamada entre tanto barullo.

Con resignación, decidió volver a salir al exterior. Allí no se podía estar, apenas podía respirar y necesitaba aire. Además, quizás Saraí había opinado lo mismo y  había salido también.

Sí, eso era buena idea, allí fuera podría localizarla mejor.

Y con ese pensamiento y con mucho esfuerzo, logró deshacer el trayecto que había recorrido y se dirigió de nuevo hacía la puerta principal.

Una agradable y fresca ráfaga de aire acarició su rostro, dándole la bienvenida al exterior. Inspiró profundamente, sintiendo cómo sus pulmones se llenaban de oxígeno puro y observó el lugar. Todavía había una larga fila de personas que esperaban su oportunidad para poder entrar al local, no sabían que se encontrarían con un hervidero de hormigas.

Siguió inspeccionando la zona, en busca de su amiga, pero no tuvo suerte. Ya no sabía que hacer, lo minutos continuaban pasando sin freno alguno y Saría seguía sin aparecer. Decidió que sería mejor ir hacía el coche de su amiga y esperarla allí, seguro que así tarde o temprano se encontrarían. Y eso hizo, giró sobre sus talones y se marchó de aquel lugar sin demora alguna.

***

Saraí no lograba dar con su amiga, y eso que ella era alta y fácilmente podría destacar entre toda esa gente, pero aún así no consiguió encontrarla. Habían muchas cabezas rubias por allí, pero ninguna era de ella. Decidió probar suerte llamándola al móvil, así que se dispuso a sacar el suyo del bolso para hacerlo. Una gran cantidad de blasfemias surgió de su garganta cuando comprobó que se había dejado su teléfono en el coche. Maldiciendo por lo bajo, se dio la vuelta y regresó por donde había venido. Tenía que regresar a su vehículo y coger el teléfono, era el único medio de comunicación que tenían las dos y de momento, la única forma que tenía para localizarla.

Abrió la puerta principal con paso apresurado, le había costado mucho abrirse paso entre toda esa multitud y por lo que pudo comprobar, a fuera no esta mucho mejor la cosa. Se alejó del lugar y fue en busca de su coche, gracias a Dios estaba cerca, a un par de calles.

Cuando giró en la primera esquina, notó que la estaban siguiendo. Miró por encima del hombro y comprobó que un grupo de cuatro hombres corpulentos y de negro, la observaban fijamente y avanzaban hacía ella. Se giró y se concentró de nuevo en acortar la distancia que la separaba de su vehículo, pronto lo tendría a mano y se podría refugiar en él. Apresuró el paso y casi corriendo, giró en la siguiente esquina, la que daba al callejón donde había estacionado.

Los numerosos pasos de aquellos desconocidos se hicieron más urgentes, más amenazantes, sin dudas ellos también habían apretado el paso. Con un horroroso miedo en el cuerpo, que le helaba la sangre en las venas, Saraí continuó con su carrera, sin volver la vista atrás.

Ya faltaba menos para llegar a su destino, ahora podía divisarlo entre las sombras, el blanco de su carrocería resplandecía con la luz de la luna. No sabía que querían esos tipos y si realmente la estaban persiguiendo a ella o no, pero lo que sí tenía claro era que no iba a quedarse ahí para preguntárselo.

Cuando tenía la mano sobre la manivela de la puerta, apunto de abrirla para montarse en el Ford, una mano robusta y grande la agarró de la muñeca, deteniéndola. No lo había oído aproximarse tan cerca y no sabía la razón de ello, quizás los fuertes latidos de su corazón que bombeaban tan violentamente y que palpitaban en sus oídos, la habían dejado sorda momentáneamente.

—¿A dónde vas con tanta prisa, conejita? —le preguntó el desconocido, a la vez que la viraba y la ponía de cara a él y contra el coche.

Intentó zafarse de su agarre, pero le era totalmente imposible, estaba atrapada y el cuerpo fornido del hombre, que la presionaba cada vez más, apenas la dejaba respirar.

—¡Suélteme! —exigió, con una voz tan extraña que ni ella misma, se la reconocía—. No llevo nada de valor encima...

—Pero tienes otros atributos que realmente merecen la pena —le dijo, interrumpiendo su balbuceo.

La miraba con lujuria contenida, con una sonrisa ladeada y malvada. Y sus ojos brillaban tan intensamente, que parecían no pertenecer a este mundo.

—No necesitamos nada material —le informó, mientras dejaba que su lasciva mirada se deslizase por su pronunciado escote—. Con tu hermoso cuerpo nos bastará, ¿verdad chicos?

Se giró un segundo para mirar a sus colegas e intercambiar con ellos algunas carcajadas y risas malévolas.

La idea de ser violada o de algo peor a manos de ese puñado de desconocidos, le provocó a Saraí unas intensas ganas de vomitar. Estaba muy asustada, tenía mucho miedo y su cuerpo traicionero la delataba. El agresor volvió a centrar su atención en ella.


—¡Mirar, chicos!, la pobre está temblando como un conejito asustado... ¿No os parece gracioso? —preguntó en voz alta para que los demás pudieran oírlo, ya que él seguía mirándola fijamente a los ojos—. Y es que tiene sobradas razones para estar así.

De alguna manera, se las apañó para sujetarle los dos brazos con una sola mano. Tiró de ellos hacia arriba y los dejó apoyados sobre el frío techo del vehículo, por encima de la pelirroja cabeza de la temblorosa muchacha. Con la mano libre, acarició lentamente una de sus mejillas, que comenzaban a humedecerse por las lágrimas que emanaban de sus ojos, para luego descenderla hasta el cuello. Allí se demoró un poco, jugando con la palpitante vena que allí se encontraba. Al cabo de unos segundos, la mano juguetona acabó acunando uno de aquellos adorables pechos.

—Chicos, cuando Austin y yo acabemos con ella, podréis dejarla seca —les informó por encima del hombro a sus amigos, que estaban vigilando y controlando que nadie pasara por allí.

Saraí volvió a intentar escapar de las garras de aquel bastardo, se agitó bajo su agarre, intentó golpearle con su propia cabeza, lo intentó todo, pero sin éxito. Las lágrimas continuaron saliendo sin control alguno, empapando su rostro; ese era uno de sus menores problemas.

—¡Quieta, conejita! No me provoques o aparte de follarte hasta los ojos, me veré obligado a darte una paliza —rugió el hombre, que estuvo apunto de recibir un duro golpe cuando ella intentó darle con la cabeza.

***

Jennifer estaba nerviosa, no le gustaba eso de tener que ir andando sola a esas altas horas de la madrugada, pero hacía ya casi una hora que había perdido de vista a su amiga y seguía sin poder localizarla con el móvil.

Giró las dos calles que daban al callejón sin salida donde habían estacionado el coche y se quedó de piedra con lo que se encontró. Habían unos tres hombres corpulentos alrededor de un cuarto que estaba dándose el lote con alguna chica. 

Llevaban todos los pantalones a la altura de sus rodillas, mientras se acariciaban sus penes mirando el espectáculo que estaban dando la pareja. La mujer no parecía estar pasándolo bien, ya que más que gemir de placer, parecía que intentaba gritar pidiendo ayuda.

Ese pensamiento le hice reaccionar y darse cuenta de que quizás eso era lo que pasaba, lo mismo la pobre muchacha estaba siendo violada y la estaban forzando sin su consentimiento.

—¡Eh, vosotros! ¡Dejen en paz a esa muchacha! —dijo Jennifer sin pensar primero lo que decía o hacía.

Se dio cuenta demasiado tarde de su grave error cuando los tres que estaban observando el numerito, se giraron y la miraron fijamente, con un hambre atroz reflejados en sus brillantes ojos. Se arreglaron sus ropas, mientras continuaban mirandola atentamente. El cuarto, el que estaba ocupado enterrando su pene en la pobre muchacha, ni se molestó en mirar. Solamente les dijo a sus amigos mientras seguía bombeando y moviendo sus caderas:

—¿A qué estáis esperando?

Cuando esas frías palabras fueron pronunciadas, Jennifer quedó paralizada por el miedo que la embargaba. No sabía que hacer, tenía que haberse largado de allí y cuando hubiera estado a una distancia prudente, haber llamado a la policía para que ellos se encargaran de esa situación. Pero no, no puedo evitarlo y tuvo que inmiscuirse y ahora pagaría por ello.

Cuando los hombres se acercaron a ella de manera amenazante, como si fueran depredadores, Jennifer reaccionó y comenzó a correr.

No llegó muy lejos, unas enormes manazas la sujetaron del pelo y tiraron de ella hacía atrás, deteniéndola en seco. Perdió el equilibrio y calló de rodillas al suelo, lastimándoselas. Tiraron de ella fuertemente, obligándola a rastras a que regresase junto a la pareja que seguían fornicando.

Cuando su cuerpo mal herido, debido a los arañados de haber sido arrastrada sin cuidado alguno, más el dolor de cabeza que sentía después del fuerte tirón, calló junto a ellos, pudo ver mejor a la mujer que sollozaba y se retorcía bajo aquél bastardo.

Su sangre se heló cuando comprobó que se trataba de Saraí.

Chilló tan fuerte como sus pulmones se lo permitieron, mientras los tres tipejos se reían a carcajada abierta al ver su expresión de horror.

—Tranquila conejita, cuando Austin acabe con ella, tú serás la siguiente...

martes, 26 de noviembre de 2013

Esclavo de las Sombras - Capítulo Dos

Ya tenía los nudillos condolidos de tanto golpear una y otra vez el viejo saco, si seguía así iba a reventarlo y entonces le costaría comprar uno nuevo. No era que eso le supusiera un problema, pero pasaba de tener que perder el tiempo encargando uno y escuchar los quejidos de los otros que se verían obligados a prescindir de ello, ya que estaría inservible.

Se secó el sudor de la frente con su antebrazo, mientras aún jadeaba por el esfuerzo del ejercicio. Distraídamente, se dirigió otra vez hacía su taquilla y dejó los guantes en su correspondiente sitio. Los pobres estaban ya hechos polvo, pidiendo ser reemplazados. Miró en el interior y tomó de nuevo sus ropas negras, una toalla verde tamaño extra grande y el gel de ducha Magno; su preferido.

La ducha estaba repleta de exterminadores, todos ellos preparándose para salir a patrullar esa noche por las peligrosas calles de Londres. Mitchell no era el único que había estado gran parte de la tarde entrenando y machacando los músculos, eso era lo normal allí.

Esa noche decidió no practicar puntería en el campo de tiro, lo dejaría para otro día. Lo suyo no eran las armas, aunque siempre llevaba un revolver encima, a él le iban más las dagas. Éstas eran de fácil uso, menos pesadas y acertaban siempre en el blanco.

Se metió en la única ducha que había disponible y dejó que el agua se encargara de eliminar todo el sudor que pringaba su fibroso cuerpo y que a su vez, calmara sus contraídos músculos.

Diez minutos más tarde, estaba vistiéndose de nuevo para comenzar con su jornada laboral de esa noche. Se acercó a la sala de armas y extrajo de la funda de piel sus dos maravillosas dagas de empuñadura negra. Eran de acero y con un filo demasiado afilado. Se las guardó estratégicamente en un lugar seguro donde pasarían desapercibidas y luego tomó su revolver e hizo lo mismo.

Por último, antes de salir listo para la acción, tenía que ponerse su anillo. Sacó del bolsillo de su pantalón de cuero una cajita pequeña de plástico y extrajo el sello de oro que había dentro. La sortija tenía la cara de un perro tallada en él. Ese era el símbolo que representaban a los perros infernales que siempre acompañaban a sus amos, los exterminadores.

Cada uno de ellos tenía una joya con ese símbolo, algunos tenían a su mascota atrapado en un brazalete o en un colgante, cualquiera de ellas eran válidas.

Los perros infernales eran de mucha utilidad, eran los mejores rastreadores para encontrar a cualquier criatura maligna. El suyo, particularmente era uno de los más peligrosos, debido a su gran tamaño. Tenía un pelaje negro para pasar desapercibido entre las sombras; sus ojos eran de un rojo intenso que delataban su naturaleza sobrenatural y sus afilados colmillos no tenían nada que invidiar a los de los vampiros. Realmente temible, como su amo.

Ahora ya listo y con todo lo que necesitaba para darle caza a los hijos de putas que merodeaban por las noches para atacar a sus víctimas, Mitchell salió al pasillo, con intenciones de ir al garaje a por su nena.

—¡Hey, Mitchell! —le gritó Dylan desde la otra punta del pasillo— ¿Te marchas ya?

El hombre no tardó en alcanzarlo y ponerse a su altura.

—¿Para qué hacer esperar más a las bestias? —le contestó con burla—. Están desando que le demos caza, ¿por qué demorar más lo inminente?

—Cierto, hombre —convino—. Pero yo pensaba que antes te tomaría un par de tragos conmigo.

Dylan le guiñó un ojo, mientras sacaba una petaca metálica y plateada del bolsillo de su chaqueta y se lo ofrecía.

—Ya sabes, como siempre solemos hacer.

—Gracias Dylan, pero hoy es Sábado —le recordó, negando su ofrecimiento—. Justo cuando más movimiento hay en las calles —o al menos, eso esperaba—. Y quiero estar al cien por cien —añadió.

—Vale tío, beberé por ti —le guiñó de nuevo uno de sus negros ojos, en un gesto de complicidad.

Le dio un largo trago al whisky escocés que siempre llevaba a mano y después de despedirse, se marchó a cumplir con su deber.

Este hombre era insaciable, y lo más gracioso de todo era que aunque se bebiera dos litros de alcohol, siempre estaba sereno. <<¿Cómo era eso posible?>>, quizás ese era su don, ¿quien sabe?

Él, como todos los demás, tenía un don que lo diferenciaba de los otros. Cuando quería, podía levitar tan alto como deseara. Prácticamente se podía decir que volaba, pero con más estilo que superman.

Con ese gracioso pensamiento, alcanzó la cochera. Se montó de nuevo en su Harley Davidson y la puso en marcha con rumbo hacia el destino que le había tocado en esta ocasión patrullar.

Habían vampiros y demonios que matar, y él estaba preparado de sobra para hacerlo... Y encima iba a disfrutarlo.

***

Su teléfono móvil no paraba de sonar y vibrar a la vez. Estuvo a punto de caerse de la mesilla de noche al suelo, pero en el último momento, Jennifer lo atrapó casi en el aire y se lo acercó a la oreja.

—¿Sí? —respondió a la llamada con voz soñolienta.

—Jenni, ¿a que hora paso a recogerte?

—Espera un momento Saraí, ahora te digo.

Se apartó el aparato del oído y miró la hora que indicaba en la pantalla. Eran casi las ocho de la tarde y aún no se había duchado ni acicalado. Como siempre, se le hacía tarde.

—¿Que tal si vienes a por mí a eso de las diez?

Escuchó un suspiro de resignación desde la otra línea y luego volvió a oír su voz.

—Está bien, pero que conste que no espero ningún minuto más, ¿vale?

—Prometo estar lista a esa hora, lo juro.

La llamada finalizó y sin demorarse más todavía, se puso en pie para comenzar con el ritual de belleza. Tenía que depilarse, hacerse las cejas, ponerse la mascarilla exfoliante y luego, pelearse con su larga melena rubia, que a veces era indomable.

Una vez más, no le dijo nada a su amiga sobre aquellos acosos del que era víctima. No quería preocuparla, además, tampoco era que ella pudiera hacer algo al respecto.

Cuando Saraí le hizo una llamada perdida a su teléfono, Jennifer estaba casi lista. Digo casi porque aún le faltaba terminar de maquillarse. Se apresuró a terminar de ponerse rimel en sus ya de por sí largas y espesas pestañas y dedicándole una última sonrisa de satisfacción a la imagen que reflejaba el espejo, salió disparada del baño.

Cogió su diminuto bolso negro y después de asegurarse que llevaba las llaves del piso, el móvil y la cartera dentro, cerró la puerta principal y con mucho cuidado de no romperse la crisma con esos altísimos zapatos de tacón de aguja, bajó las escaleras.

El maldito ascensor estaba averiado ya dos semanas y la pobre tenía que subir y bajar esas interminables escaleras un mínimo de dos veces al día.

Cuando llegó al rellano de la entrada del bloque, estaba casi sin resuello, con la respiración agitada y con la diminuta falda del vestido negro remangada hacía arriba, mostrando gran parte de sus hermosos muslos. Antes de salir se lo ajustó bien, se aseguró de estar en condiciones, con cada mechón de pelo en su lugar correspondiente.

Abrió la puerta y vio a su amiga, montada en su auto, con el motor en marcha y tatareando la canción de To Night, I´m Loving You de Enrique Iglesias. Se acercó al vehículo y montó en él.

—¿Donde iremos a cenar esta noche?

—¿Te apetece comida china?

Jennifer asintió entusiasmada.

—¡Qué rico! Hace tiempo que no voy a un restaurante de esos.

—Pues estamos tardando.

Le contestó Saraí con una enorme sonrisa en su rostro lleno de pecas. La mujer no era muy agraciada, pero su carácter tan jovial y alegre, junto con su simpatía, la hacían bonita, de una manera especial y diferente.

Su pelo corto, a la altura de la barbilla, era de un color zanahoria y su tez pálida, hacía que sus innumerables pecas resaltarán más. Era bajita, pero delgada y con las suficientes curvas para considerarla muy femenina. Físicamente eran muy distintas, pero tenían muchas cosas en común.

Las dos tenían la misma edad -unos veintiséis años-, les gustaban la lectura, el mismo tipo de música y ambas tenían el mismo carácter. Eran impulsivas, impacientes y desafortunadamente, se enamoraban demasiado fácilmente. Por eso aún estaban las dos solteras, siempre escogían al chico equivocado y acababan durando con ellos muy poco tiempo.

Giraron en la siguiente calle y ante ellas apareció el restaurante chino más famoso de la ciudad.

Tuvieron que dar un par de vueltas a la manzana antes de encontrar un sitio donde aparcar el vehículo. Finalmente encontraron uno que no estaba muy lejos del establecimiento.

Esa noche pidieron para cenar lo que no estaba escrito. Encima de la mesa había comida para todo un regimiento. ¡Saraí era muy exagerada a la hora de pedir!

Cuando ya estuvieron satisfechas y dejaron casi todos los platos sin tocar, pagaron y se fueron de regreso al Ford Focus blanco de Saraí.

—Me han dicho que esta noche hay espectáculo en la disco —le informó su amiga mientras conducía—. Creo que aparte de gogos femeninos, van a ver también masculinos.

—¡Fantástico! —exclamó Jennifer—. ¡Ya está bien que haya algo de diversión para las mujeres!

—Por lo menos una que nos alegre la vista —añadió la otra entre carcajadas.

Al poco tiempo llegaron al lugar deseado, estacionaron el Ford a dos calles de allí, en un callejón poco iluminado y en cuanto llegaron a la entrada de la discoteca, se pusieron en la cola a la espera de poder entrar. Ya eran casi las doce de la madrugada, justo la hora en la que la mayoría de la gente se aglomeraba en las entradas de las discos y de los Pub, listas para comenzar una noche de diversión.

***

Mitchell estaba aburrido, llevaba un par de horas callejeando y no había encontrado movida alguna. Solamente se había tropezado con un puñado de borrachos, que entre ellos estaban buscando pelea. Nada que a él le interesara. Las broncas entre humanos no eran asunto suyo.

Tiró al suelo la colilla del quinto o sexto cigarrillo de esa noche y con paso firme, se adentró en un callejón oscuro. Cuando comprobó que ese lugar estaba también desierto, volvió a decepcionarse. Parecía ser que iba a necesitar la ayuda de su amiguito... Era hora de sacar a pasear al perrito.

Primero se cercioró que no había moros en la costa, una vez que estaba ya seguro de su privacidad, se quitó el anillo de oro y lo lanzó al suelo a la vez que murmuraba unas palabras en latín:

¡Hellhound!

Una humeante y espesa capa de humo grisáceo surgió de la joya, y segundos después, cuando ésta se había evaporado, apareció su mascota. Se trataba de un enorme perro de pelaje negro, con unos ojos tan rojos y brillantes, que resplandecían en la penumbra.

El animal se le quedó mirando fijamente, a la espera de la primera orden.

—¡Busca!

No hizo falta añadir nada más, el perro giró sobre sus cuatros patas y echó a correr hacía el corazón del callejón.

Seguro que esa bestia encontraba lo que tanto él ansiaba. Era hora de divertirse un poco.

Levantó la cabeza y miró hacía arriba, a la parte superior del edificio que tenía más cerca. Sus pies comenzaron a separarse del sucio asfalto, el viento lo engulló y cuando fue a darse cuenta, ya estaba en la azotea del inmueble.

Agudizó al máximo su sentido de la visión, hasta que encontró a su mascota a unas cuantas calles más abajo. Parecía que rastreaba alguna pista importante, eso era señal de que había alguna criatura cerca.

Echó a correr, saltando de tejado en tejado, estrechando la distancia que les separaban, hasta que alcanzó el edificio que quedaba justo encima.

Descubrió que su perro infernal no estaba sólo, tenía compañía... una muy interesante.

Había un corpulento vampiro con la cabeza morena enterrada en el cuello de un desdichado vagabundo. El gruñido que emergió de la garganta canina, hizo que el vampiro interrumpiera su festín y sin soltar a su presa, le dedicó a éste una mirada asesina.

—Chucho, ¡lárgate de aquí! —rugió, mostrándole los colmillos manchados con el valioso líquido rojo; hileras de sangre descendían por su prominente barbilla.

El aludido simplemente esperó a que su amo le diera la orden de atacar. El animal también tenía ganas de jugar, pero no sería en ese momento. Mitchell quería para el solito a ese indeseable vampiro.

Después de escupir esas palabras, el chupasangres se concentró de nuevo en beber y dejar seco a su víctima, ignorando a su reciente espectador; no se había percatado de la presencia del exterminador que observaba toda la escena desde las alturas. El mismo, se acercó al resquicio del tejado y se lanzó al vacío.

Mientras descendía lenta y silenciosamente, Mitchell aprovechó para sacar, de su gabardina, sus dos relucientes dagas y dejarlas listas para la acción. Justo cuando sus botas de motero hacían contacto con el suelo, el vampiro se giró al notar su presencia, soltando al pobre mendigo al que estaba drenando; el mismo cayó al suelo, laxo, sin vida.

Con un grito gutural, el vampiro se lanzó sobre él, intentando alcanzar su yugular para morderle también, pero fue en vano, pues en cuanto su rostro quedó a escasos centímetros del suyo, fue frenado en seco; le había rajado el cuello con sus inseparables dagas, mientras le dedicaba una de sus temibles sonrisas y observaba atentamente su reacción.

Este lo miraba con los ojos desorbitados, con una mezcla entre incredulidad y sorpresa; instintivamente, se había echado mano a su cuello degollado, intentando desesperadamente detener el chorro de sangre que escapaba a borbotones de su lastimado cuerpo.

Lo estaba poniendo todo perdido.

Cayó de rodillas al suelo, haciendo extraños ruidos con su garganta, hasta que finalmente cayó muerto al piso. A los pocos segundos, su cuerpo se desintegró dejando solamente sus ropas y sus cenizas.

Mitchell limpió la sangre vampírica con la camisa del difunto y las volvió a guardar en su lugar correspondiente. No se apresuró en echarle un vistazo al humano, sabía de sobra que le había llegado su fin. La falta de latidos de su corazón se lo confirmaba.

Después de comprobar que efectivamente no se había equivocado -rara vez lo hacía-, abandonó el cuerpo del desafortunado y se dispuso a continuar con su caza.

No había dado ni cinco pasos, cuando oyó en la lejanía unos gritos femeninos pidiendo ayuda. Miró fijamente al perro infernal que lo seguía pisándole los talones.

—Amiguito, parece ser que la noche solo acaba de empezar...

Y sin decir nada más, ambos echaron a correr directos a la fuente de donde procedían aquellos lamentables gritos desesperados.

Sin dudas, algunas mujeres estaban en peligro y él tenía la responsabilidad de socorrerlas.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Esclavo de las Sombras - Capítulo Uno

<<¡Otra vez ese maldito y jodido despertador!>>, se quejó un soñoliento Mitchell, que se negaba rotundamente a levantarse de la acogedora cama. De un puñetazo lo hizo callar provocando que el aparato cayera al suelo hecho trizas, marcando ya para siempre las cinco de la tarde.

—¿Que hora es? —preguntó una voz femenina a sus espaldas.

<<¡Oh, sí!, tengo más que sobradas razones para querer quedarme un ratito más en la cama>>.

Lentamente, y con una sonrisa pícara en el rostro, Mitchell se giró para quedar de lado y de frente a la hermosa mujer que lo acompañaba esa tarde.

—¿Acaso importa?

Y sin darle tiempo a contestar o replicar, tiró del cuerpo desnudo de la mujer y la atrajo hacia el suyo, que estaba ya duro; no recordaba su nombre, pero tampoco le importaba, había sido el ligue de la noche anterior y aunque ya habían echado un polvo, tenía intenciones de echarle otro antes de enviarla de vuelta a su casa o de donde coño hubiera salido.

Con esa determinación en mente, devoró con sus expertos labios la boca de la mujer, que gimió por la sorpresa, pero aún así ambas lenguas respondieron la llamada de la otra.

Sus labios se unían, sus lenguas jugaban entrelazadas y sus manos se tocaban con impaciencia; la mujer también estaba más que preparada, húmeda para su íntimo toque y lloriqueando por ser saciada.

Con un ágil movimiento, la agarró por la cintura y la aupó hasta acomodarla encima suya. Sin dejar de besarla, ni de torturar su endurecido pezón, guió su hinchado pene hacía la entrada resbaladiza de la mujer y con una profunda estocada introdujo toda la longitud de su miembro en su interior.

El largo y profundo gemido que produjeron los dos a la vez, llenó la habitación.

Las paredes vaginales se adherían como un guante de piel sobre su pene, abrazándolo y envolviéndolo con su calidez. Con cada embiste del hombre, la mujer se excitaba más, produciendo que su cuerpo expulsara más crema espesa para facilitar notablemente la penetración.

—¡Más rápido! —exigió la mujer cuando comenzó a sentir la llegada del orgasmo—. ¡Sí Mitchell, sigue así, sigue...!

Comenzó a cabalgar con más frenesís sobre la montura del hombre, para aumentar el placer y hacerlos llegar a ambos a ese sitio tan deseado y codiciado por todos.

Él no la defraudó, continuó metiéndosela y sacándosela una y otra vez sin parar, con movimientos duros, rápidos y profundos; enterrando hasta el fondo hasta la empuñadura.

Ambas agitadas respiraciones, los jadeos y gemidos de placer, junto con el chocar carne contra carne, resonaron y llenaron la estancia que ya de por sí estaba cargada con el olor a sexo.

—¡Sí, Mitchell! —exclamó la mujer, gritando su nombre a la vez que gemía cuando al fin alcanzó el clímax.

Su canal estrecho se contrajo en el suceso, provocando que el pene acabara ordeñado. Cada terminación nerviosa se activó, explotando en una inmensa lluvia de placer que lo envolvió, haciéndole estallar en un éxtasis glorioso.

Chorros y más chorros espesos de su semen inundaron y llenaron a la mujer, que todavía temblaba con los repiques de su reciente orgasmo.

No habían usado preservativo, pero eso no le preocupaba. Ella le había dicho que tomaba la píldora y él mismo la había visto hacerlo. Y tampoco tenía que preocuparse por las enfermedades de transmisión sexual, ya que él y los de su especie eran inmunes.

El cuerpo de la joven cayó laxo sobre el suyo, estaba agotada, habían pasado gran parte de la mañana follándo como locos y apenas habían dormido algo.

Con mucha delicadeza, la dejó caer encima del lecho, al lado suyo. Su pálida y suave piel se perdía entre las revueltas sábanas blancas de seda.

—Si quieres, puedes usar el cuarto de baño que hay en la puerta de enfrente, al otro lado del pasillo —le dijo mientras se incorporaba, listo para darse él también una merecedora ducha—. No olvides cerrar la puerta principal cuando salgas.

Y sin decir nada más, ni echarle un último vistazo a la mujer, Mitchell abrió la puerta del baño que estaba dentro del dormitorio y se perdió tras ella.

Llegaba tarde a la base central donde los suyos le esperaban; tenían que acordar la ruta de patrulla que a cada uno les tocaría para esa noche. Sin dudas sería una muy larga y agitada, todos los Sábados noche lo eran.

Se metió en la ducha y abrió el grifo del agua caliente; las gotas resbaladizas recorrieron cada centímetro de su fibroso y musculoso cuerpo varonil.

Apenas cabía dentro de la ducha, sus casi dos metros de estatura llenaban el pequeño espacio. Eso le pasaba por tener tan anchas las espaldas y los hombros, sino tuviera una constitución tan imponente y enorme, no tendría ese problema.

Necesitaba reformarlo, pero ahora mismo no tenía ni ganas, ni tiempo para meterse en obras.

Se pasaba seis noches a la semana trabajando, dando caza a todos esos malditos seres nocturnos que vagabundeaban por las calles. Y durante los días, pasaba gran parte del tiempo durmiendo y el resto, o bien estaba entrenando en el gimnasio de la base central o bien estaba practicando puntería en el campo de tiro.

Tenía que estar siempre en forma, listo para la acción. Su misión en esta interminable vida era la de exterminar y destruir a las malvadas criaturas que buscaban a inocentes víctimas para saciar sus lujurias; algunos de sed de sangre -como ocurría en el caso de los vampiros-, y otros de sexo mortal. Estos últimos eran los más peligrosos; los demonios siempre estaban hambrientos de sexo y violaban a sus víctimas hasta acabar con sus vidas.

Por eso, a él y a los de su raza los llamaban Los Exterminadores. Todos ellos hombres fuertes, indestructibles, temibles y peligrosos. Pero sobre todo, letales. Y eran muchos los que les temían y tenían sobradas razones para hacerlo.

Cerró el grifo del agua una vez que ya había terminado de enjabonarse y de aclararse. Tomó la primera toalla que tenía más a mano y salió de la ducha. Cuando entró de nuevo en su dormitorio llevando puesto solamente una toalla blanca envuelta en su cintura, la mujer que lo había complacido durante ese día, ya no estaba allí.

Se acercó al armario empotrado de roble y abrió a la vez dos pesadas hojas. En ese momento Mitchell escuchó la puerta principal cerrarse con un fuerte golpe. Sin dudas, la mujer se había enfadado por haber sido despachada de esa forma tan fría. <<Peor para ella>>, pensó Mitchell. Él la noche anterior, cuando se conocieron en la discoteca, ya le había dejado bien claro cuáles eran sus intenciones y ella las había aceptado.

Mitchell no quería complicaciones, nada de relaciones estables o duraderas. Ya en el pasado, en uno muy lejano, él había sucumbido al amor y se había enamorado de una bella humana llamada Pamela.

La mujer era una dama, la hija de un importantísimo Conde, el señor Peter Kensington. En aquellos tiempos, a finales del siglo XIX, tuvo que cortejearla para llevársela a la cama. No era lo mismo que ahora, que con solo decir cuatro cosas bonitas, una invitación a una copa y una mirada lasciva, conseguías a cualquier mujer. Pero entonces, en aquellas fechas todo era más complicado... pero aún así consiguió ganarse la confianza de la mujer y la hizo suya.

Estaba muy ilusionado con su reciente relación, incluso se planteó pedir su mano y contraer matrimonio con ella. Pero el destino no quiso que eso ocurriera, la enfermedad del Cólera se cobró la vida de Pamela y él no pudo hacer nada para salvarla. Desde entonces se juró no enamorarse nunca, no volver entregar su corazón a ninguna otra mujer. Había sufrido mucho con su pérdida y no quería volver a pasar por lo mismo.

Esa era la eterna maldición de los suyos, predestinados a vagar solos por toda la eternidad. Había oído hablar de un ritual de sangre que hacía que una humana quedara ligada y unida al alma de un exterminador. Pero eso era una cosa muy complicada, sí la hembra no era realmente su otra mitad, el ritual no sería válido y acabaría cobrándose la vida de la mujer en cuestión.

Era muy arriesgado, unos pocos se atrevieron ha hacerlo y no todos ellos consiguieron realizar victoriosamente con su objetivo. Pero aquellos exterminadores que lo lograron, ahora vivían felizmente con sus parejas, que después del ritual dejaron de ser humanas y se volvieron también inmortales.

Con Pamela no le dio ni tiempo a ponerlo en práctica, cuando regresó de un largo viaje al que se vio obligado a realizar, se encontró con la mujer agonizando en sus últimos minutos de vida. Llegó demasiado tarde y eso aún hoy en día, lo atormentaba.

Sacó del armario la ropa que se iba a poner esa noche, que como siempre, era de color negra y retiró de su frente un mechón húmedo de su larga y negra melena. Después de enfundarse en sus pantalones de cuero y de anudarse las cordoneras de sus botas de motero, salió de la habitación y se dirigió a la cocina. Se preparó unos sandwischs de jamon york y queso y se lo comió acompañado de una gran taza de cafe. 
Al terminar, se fue directo al garaje.

Su Harley Davidson lo esperaba, ansiando entrar en acción y rodar callejeando las calles de Londres. La base central no estaba muy lejos de su casa, como mucho a unos diez kilómetros.

La propiedad estaba fuera de la ciudad, en medio del monte. En una zona tranquila y deshabitada, donde no se veía casi nunca alma alguna. El edificio era enorme, de dos plantas más el sótano. Tenían varios apartados, gimnasio, campo de tiro, piscina climatizada, laboratorios y lo más principal, la sala de ordenadores desde donde se controlaba todo. Aquél lugar estaba sobre protegido, lleno de cámaras, sensores de movimiento y otros dispositivos de seguridad que la hacía impenetrable para cualquier persona ajena al lugar.

Sacó el mando del bolsillo de la chupa de cuero y lo accionó. Esperó hasta que la puerta principal de doble hoja se abriera y cuando lo hizo, metió la primera y luego le dio puño a la Harley Davidson. Ésta se deslizó suavemente por la grava del suelo y se perdió dentro de los límites de la parcela.

La aparcó en su lugar correspondiente, donde siempre la dejaba junto con los demás vehículos de sus compañeros, todos ellos de alta gama y muy caros. El lujo reinaba en el lugar y no era para menos. Tenían siglos de existencia sobre sus hombros, tiempo más que suficiente para hacer una pequeña fortuna cada uno.

Atravesó el garaje con paso distraído, mientras sacaba el paquete de tabaco del bolsillo trasero de sus pantalones ajustados. No tenía predilección por una marca en especial, mientras fuese fumable le bastaba. Extrajo un cigarrillo, se lo llevó a la boca y lo encendió. La primera calada fue larga y profunda, el humo bajó por su garganta hasta inundar sus pulmones. Le encantaba esa sensación.

Sus botas resonaron sobre el suelo de mármol, mientras avanzaba sin pausa hacía su destino. Abrió la puerta que daba acceso a un amplio y bien iluminado pasillo y se dirigió hacía la derecha, rumbo a la sala de ordenadores.

Todos los miembros de su especie estaban ya allí, esperando su llegada. Si a alguno le molestó su tardanza, no dio señal alguna de ello, ni dijo nada. Todos sabían que no debían provocar su ira, que era mejor estarse calladito y dejarlo estar. Tampoco era que fuera muy difícil lidiar con él, simplemente había que saber manejarlo, con que te apartaras a un lado y lo dejarás en paz, bastaba.

Apagó su cigarro en el primer cenicero de cristal que encontró a mano, tomó asiento y apoyó sus piernas sobre la larga mesa que reinaba en la sala. Se reclinó hacía atrás en su silla y miró fijamente al exterminador que comenzaba con su charla.

El más antiguo de todos ellos, era el que hacía el reparto estipulado para patrullar esa noche. Les dijo a cada uno la ruta que les había tocado. A él le gustaba más ir de caza solo y esta vez, la zona que le tocó era una muy movidita, de las menos tranquilas.

<<¡Perfecto!>>, pensó mientras se retiraba y se iba directo al gimnasio a estrenar un poco. Eso era lo que él necesitaba, mucha acción para sentirse vivo, para desahogarse y quemar adrenalina. Y últimamente había tenido poco de ella, por alguna extraña razón, escaseaba la delincuencia sobrenatural y eso era muy raro... Demasiado.

Fue primero hacia su taquilla, que estaba nada más entrar en el gimnasio, sacó su chándal Nike gris y se mudó de ropa. Tomó un par de guantes de boxeo, se los puso y se fue hacía el saco de arena; esa noche tocaba machacar los músculos de los brazos.

***

Hoy realmente hacía mucho calor, aún estando a primeros de Junio, la temperatura era algo excesiva a esas horas. Estaba a punto de dar las dos del mediodía y esa gente tan pesada no se marchaba. Jennifer no quería ser grosera, pero estaba cansada, hambrienta y tenía muchas ganas de regresar a casa.

Y esos pesados no se largaban.

Con un suspiro de resignación, Jennifer continuó sonriendo con esa risa falsa, que había practicado continuamente durante el año que llevaba trabajando allí. Se secó la humedad de sudor que comenzaba a empañar su frente y se arregló mejor su traje de chaqueta color marfil.

—Así es señor Raynor, en el precio que le he dado viene incluido los gastos de transporte y montaje —le dijo al hombre robusto y canoso que la miraba atentamente—. Usted nos dice la fecha en la que le viene bien que se la enviemos y nosotros, si la tenemos libre, iremos a entregársela.

—¿Y dice usted que viene así?, ¿con todo incluido? —preguntó incrédulo—. ¿Con las cortinas, colchones, muebles y electrodomésticos? ¿Con todo?

—Sí, eso es. Todo lo que habéis visto que hay dentro de la vivienda viene incluido en el lote, ¿alguna duda más?

<<¡Por favor, que lo tengan ya todo claro y se larguen ya!>>

El señor Raynor miró a su mujer, una señora también de mediana edad, muy bajita y rechoncha.

—¿Qué hacemos cariño?

—Mejor lo pensamos en casa y cuando lo tengamos decidido, la llamamos... ¿Cómo me dijo usted que se llamaba jovencita?

—Jennifer, señora Raynor.

Y en eso quedaron, la pareja se marchó habiéndole prometido antes llamarla cuando tuvieran claro si se quedaban con esa casa prefabricada de segunda mano.

Jennifer respiró al fin tranquila, agarró el manojo de llaves que tenía sobre la mesa de la oficina y se dispuso a revisar casa por casa, asegurándose de dejarlas todas bien cerradas.

No podía quejarse del trabajo, estaba en un lugar tranquilo, la única empleada era ella y debido ello gobernaba el negocio a su antojo. Cuando quería limpiaba una casa, o dos o las que le apeteciera, siempre y cuando las dejara todas limpias al terminar la semana. Tampoco solía tener excesivas visitas, y cuando las tenía, amablemente las atendía y les enseñaba las casas prefabricadas que tenía en la exposición.

La dueña del negocio Mi Otra Casa y a su vez, su jefa, era una vieja amiga suya de la escuela. Fueron juntas al colegio de monjas Virgen María y siempre se llevaron bien. Por eso no negó el ofrecimiento para trabajar para ella, sabía que era de fiar y pagaría religiosamente en la fecha establecida.

Cuando terminó de revisar la última de las casas, volvió a guardar el llavero con las numerosas llaves en su sitio correspondiente; cogió su bolso, su teléfono móvil y las llaves de su coche y cerró con llave la casa oficina. Montó en su vehiculo, lo puso en marcha y salió del terreno. Se bajó del auto un momentito, cerró la puerta de hierro que daba acceso a la parcela y regresó a su coche.

Con la música a todo gas y haciendo chirriar las ruedas sobre el asfalto, Jennifer salió pitando con destino a su casa.

Tenía la suerte de no vivir muy lejos y pudo llegar en poco más de cinco minutos. Aparcó su Citroën C4 en la calle que quedaba enfrente del edificio de pisos donde tenía su apartamento y cuando se hubo apeado de él, se metió con paso apresurado en el inmueble.

Sus tacones resonaban en el recién fregado piso, haciendo eco en las paredes. A esas horas no se encontraba muchas almas merodeando, estaban ya todos o bien comiendo o listos para empezar a hacerlor. Y si no pasaba nada, ella haría lo mismo, en cuanto llegara al cuarto piso donde tenía su vivienda.

Estaba deseando cambiarse de ropa y ponerse algo más cómodo, quería quitarse esos dolorosos zapatos y engullirse un buen plato de espaguetis pre-cocinados.

Esperaba esta vez no encontrarse con otro de esos extraños mensajitos que últimamente recibía. Hacía ya más de dos semanas que el acoso había comenzado, era raro el día que no recibía alguna carta anónima o alguna notita. Alguien con acceso al edificio, se entretenía metiendo sus pequeñas amenazas por debajo de la puerta principal de su vivienda.

Alcanzó la puerta de su apartamento y la abrió sin perder tiempo alguno. Como temía, había un sobre blanco sin nada escrito por fuera en el suelo. Con manos temblorosas lo abrió, para descubrir en su interior una gran variedad de fotografías. Todas ellas eran de ella misma, tomadas en su trabajo. En algunas salía sola y en otras aparecían algunos clientes acompañándola. El o la demente que jugaba con ella le estaba dejando claro que no sólo sabía donde vivía, sino que también conocía el lugar en el que trabajaba. Todo eso la inquietaba y se estaba planteando seriamente en ir a la comisaría y dar constancia de todo lo que ocurría. Guardó las fotos en uno de los cajones que tenia el robusto mueble del salón, junto con las demás pruebas y entró corriendo a la cocina. Sacó del congelador la bandeja de la comida y la dejó dentro del microondas cocinándose y se fue a su dormitorio.

No iba a permitir que un loco o una loca le quitara el apetito. Ya tendría tiempo más adelante de lidiar con toda esa mierda.

El dormitorio era una habitación preciosa, con unas cortinas de color rosa pálido muy femeninas y una decoración sencilla. Se dejó caer sobre la colcha de la cama y cerró los ojos. Estaba realmente agotada, la noche anterior apenas había dormido algo, había estado enganchada a una novela que había adquirido hacía un par de días y hasta que no se la terminó de leer, no paró. Miró el tercer ejemplar de la Saga En una noche, que todavía descansaba sobre la mesita de noche y suspiró recordando cuanto había disfrutado leyendo ese libro titulado Emilia. Era una novela romántica paranormal, de esas que te atrapan y de la que no puedes dejar de pensar en ella, realmente fantástica.

Se puso en pie, cogió el libro y lo guardó en la estantería que tenía junto al armario. La semana pasada se había leído toda la colección que tenía de una autora llamada Lighling. Sus libros, Exilio, Redención y unos cuantos más resultaron ser de lo más entretenidos. Había disfrutado también de ellos, adoraba ese tipo de historias, repletas de seres mitológicos, de romance, pasión...

Tomó un ejemplar de la nueva Saga que había comprado recientemente, una llamada La Era De Los Vampiros, y lo puso en la mesilla de noche, para tenerla a mano cuando la leyera esa madrugada. Eso pensaba hacer cuando regresase de la discoteca a la que tenía pensado ir.

Tenía buena pinta, tanto el título Dulce Cautiverio, como la portada y la sipnosis. Sospechaba que una vez más acabaría enganchada a la historia del libro, como le ocurrió con las anteriores. ¡Era una enamorada de la lectura!.

El pito que emitió el microondas, la avisó de que su comida estaba ya lista. En su punto para ser devorada y sin perder más el tiempo, fue a servírselo; lo devoró en un tiempo record, y después de recoger la cocina y dejarlo todo limpio y ordenado, regresó a su dormitorio a ponerse cómoda.

Se desvistió distraídamente y sin ponerse nada encima -ya que le gustaba dormir desnuda-, se metió entre las sábanas de algodón a descansar un poco. Necesitaba dormir la siesta si esa noche quería estar en forma para aguantar una larga noche de fiesta. Llevaba toda la semana esperando que fuese Sábado para salir a tomar algo con sus amigas, aunque esa noche sólo la acompañaría Saraí. El resto de sus colegas estaban de exámenes en la universidad y no podían perder el tiempo con salidas y cosas de ese estilo. ¡Una pena! Pero ella pensaba divertirse por ellas, eso lo tenía claro.

Recordó cómo conoció a su amiga Saraí, hacía ya unos diez años, cuando ambas fueron al mismo orfanato. Era la más tímida de todas las muchachas y ella, ni corta ni perezosa, se acercó y le dio conversación. Desde entonces se hicieron inseparables.

Ninguna de las dos conocían a sus padres, ni sabían si tenían hermanos o cualquier otro familiar, ya que fueron abandonadas por ellos y adoptadas por el orfanato Las Hermanas De La Caridad. Allí pasó toda su infancia y al cumplir la mayoría de edad, se independizó. Estuvo trabajando en varios lugares y con diferentes oficios, desde dependienta en una tienda de lencería como reponedora en unos grandes almacenes.

Hasta que su amiga Kathy -su jefa-, le ofreció trabajar para ella en la exposición de casas móviles, conocidas cómo casas prefabricadas. Y no se arrepentía de ello, en absoluto.

Dio un par de vueltas más entre las sábanas, buscando una posición cómoda, hasta que finalmente el sueño la atrapó y todo quedó a oscuras.