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miércoles, 7 de agosto de 2013

Pasión Desenfrenada: Tercera Parte

   Nada más ingresar en el dormitorio portando en las manos su arma, la porra y las esposas, Max se dirigió directamente al armario de cuatro puertas que había al lado de la entrada y tras abrir la de la derecha, la caja fuerte que había allí dentro, escondida, le dio la bienvenida. Tras ingresar la numeración secreta correspondiente, procedió a guardar allí sus pertenencias, que eran más bien sus <<herramientas>> de trabajo.
   —No guardes las esposas por favor —le suplicó Jane desde la cama donde se encontraba recostada sobre la cubierta de color salmón, llevando como única vestimenta su ropa interior que consistía en un sujetador blanco de encaje y un tanga a juego—. Siempre he tenido la fantasía de hacerlo estando esposada... —reconoció tras ruborizarse al instante tras ser consciente de su comentario tan atrevido y descarado.    Max, con una diminuta toalla azul celeste envuelta alrededor de su estrecha cintura, se giró tras haber cerrado la caja fuerte y la puerta del armario, con las esposas en una de sus manos. Le dedicó una sonrisa de suficiencia, mientras que, con andares seguros y firmes, se acercaba hasta ella. Una vez que había tomado asiento en el borde de la cama, al lado de Jane, le retiró un pequeño mechón del rostro para ponérselo tras la oreja y le susurró con voz socarrona:    —¿No te da miedo pedirle algo así a un total desconocido? —Se notaba en la voz que, aunque la estaba regañando por su osadía, hablaba medio en broma—. Podrías estar ante un loco demente que se dedica a seducir jovencitas para después de gozar de sus cuerpos, asesinarlas... o algo por el estilo...
   —Confío en ti —fue su escueta respuesta ante su pulla.
   —No deberías...
   —Eres un agente de la ley, sé que no me harás daño a drede...
   —Que sea un Guardia Civil no te garantiza que no pueda estar desequilibrado...
   —No creo que te arriesgaras haciendo algo así, nos han visto ingresar juntos en tu apartamento —Él la miró ceñudo—. La recepcionista de las oficinas y tu hermano Sam...
   —Igualmente, no deberías de ser tan confiada... —continuó recriminándola él, devorándola con la mirada y sin dejar de acariciar su larga melena, ahora libre de ataduras ya que no la llevaba recogida en una coleta.
   —Espera... —dijo ella tras razonar un poco—. ¿Acaso crees que me voy con cualquiera a su piso y le pido que me inmovilice? —Lo miró incrédula antes de añadir—: ¡Claro!, no me conoces de nada y me creerás capaz de eso, pues solamente sabes que soy una mujer necesitada que a la mínima que prestaste interés en mí, me lancé a tus brazos... —Él no dijo nada al respecto, pero dejó de acariciar su melena para mirarla fijamente, con los labios firmemente apretados en un mohín serio—. ¿Sabes? Creo que esto ha sido un error... —comenzó a decirle mientras hacía el amago de incorporarse, pero él la detuvo, sujetándola del brazo.
   —Solamente me preocupo por ti, no pienso nada malo sobre tu persona —le dijo con seriedad—. Tú también podrías tener una mala impresión de mí, viendo cómo estoy actuando, siendo además lo que soy... A lo que me dedico... —confesó—. Pero ambos somos adultos y hemos decidido entregarnos uno al otro sin reparos, sin explicaciones, sin censurarnos ni nada por el estilo —admitió retomando con su mano libre, las caricias en su oscura cabellera que tan hipnotizado le tenía.
   —Un año —susurró ella, evitando mirarlo a los ojos, mientras se mordía el labio inferior. Él la miró sin comprender y detuvo de nuevo el avance de su mano sobre sus sedosos cabellos, para poder sujetarle del mentón y obligarle así a que lo mirase, animándola a que continuara con su explicación—. Ese es el tiempo exacto que hace que no me acuesto con un hombre.
   —No tienes porqué excusarte, ni darme explicación alguna...
   —Lo sé, pero es que quiero dejar bien claro que no voy por ahí tirándome a cualquiera... —Suspiró mientras se acercaba al borde de la cama y se sentaba al lado suyo—. Mi ex me hizo tanto daño al negarse rotundamente a formalizar nuestro noviazgo tras cinco años de relación,  negándose a contraer matrimonio conmigo y formar juntos una familia, que desde entonces no he querido saber nada del sexo opuesto, hasta hoy...
   Max pasó su brazo izquierdo sobre sus hombros y la estrechó, acercándola más hacia él. Le dio un ligero beso en la coronilla de la cabeza y decidió ser sincero con ella también:
   —Yo también hace más de un año que no he tenido relaciones sexuales con una mujer, desde que enviudé hace ya casi quince meses —Su voz bajó un par de tonos y sonó compungida.
   —Lo siento tanto... —Max no la dejó terminar, se abalanzó sobre ella y la silenció con un beso salvaje que les robó a los dos el sentido.
   Con su pequeño asalto, Jane acabó de espaldas sobre la colcha de la cama, con su peso encima y ambos pechos rozándose; el de ella, blandito y suave, el de él, duro y firme.
   Ambos notaron las palpitaciones de sus corazones en el pecho del otro, mientras continuaban devorándose a besos, jugando con sus lenguas, mordisqueándose uno al otro los labios y dejando que la pasión resurgiera de nuevo de entre las cenizas.
   Con gran maestría, y sin romper el contacto de las bocas unidas, Max se movió encima de Jane, arrastrándola consigo hasta la cabecera de la cama. Cuando la mujer se fue a dar cuenta, tenía ambas muñecas apresadas en las esposas que con tanta habilidad, Max le había puesto; ahora no podía mover los brazos, pues éstos, que descansaban sobre la almohada por encima de su cabeza, estaban sujetos a los barrotes de la cabecera de la cama, gracias a las esposas metálicas que tan bien se le ceñían.
   Max se separó de ella lo justo para poder contemplarla a gusto. Verla en su cama, sometida, indefensa, con apenas algo de tela sobre su blanquecina y suave piel, le hizo jadear de deseo. Con su vista clavada en los ojos de la impaciente mujer que se retorcía ansiosa porque él se acercara de nuevo a ella, se quitó la toalla de ridículo tamaño para su hombría, liberando su hinchada verga, que nada más verse libre, apuntó hacia ella.
   Ahora fue Jane la que gimió de impaciencia, con la vista turbada de deseo, la respiración errante y el cuerpo estremecido ante la anticipación de lo que estaba por venir. Sentía sus pezones tan erguidos, hinchados y duros, que creyó que acabaría rompiendo la fina tela del sostén. Inconscientemente, desvió su mirada hacia sus endurecidas cimas, rompiendo el contacto visual con Max. Éste, relamiéndose los labios y acomodándose entre las piernas ahora abiertas de Jane, siguió con la mirada la dirección de la suya; pronto aquella pequeña pieza de lencería, dejó de ser un inconveniente entre sus boca hambrienta y los senos redondos y hermosos, de Jane.
   —Tranquila nena, no te preocupes... Te compraré uno nuevo, o los que hagan falta... —susurró Max al ver la expresión en el rostro de Jane tras ver cómo su sujetador, uno de sus preferidos, había sido reducido a finos tirones de tela y encajes blancos, en un abrir y cerrar de ojos.
   —No hace falta, tengo más en...
    —Shhhh... —rechistó, apoderándose de nuevo de sus hinchados labios, para silenciarla una vez más.
    Cuando Max se cansó de beber de los labios de Jane, liberó su boca jadeante para dejar un reguero de ardientes besos desde su suave barbilla, hasta el nacimiento de sus senos. Tras dejar su huella ardiente en la enardecida piel de la excitada muchacha, se centró en sus pezones: primero atrapó uno de ellos con los dientes, dándole pequeños mordiscos y lengüetazos, haciendo que su habilidosa lengua rotara alrededor del inhiesto botón sonrojado, humedeciéndoselo. Mientras tanto, su mano derecha jugó con la otra cima, pellizcándola y tirando de ella haciendo que Jane gimiera deliciosamente de placer, una y otra vez, provocando en él que su más que endurecido miembro, vibrara dolorosamente.
      ¡Oh, Max!, esto se siente tan bien... —susurró Jane con la voz cargada de necesidad.
     Tras la confesión de la mujer, Max sonrió más para sí mismo, mientras abandonaba aquellos apetecibles globos pesados y tiernos, para retomar los besos sobre aquella cálida piel, que por momentos se ponía más caliente y erizada gracias a sus atenciones. Besó y lamió, hasta alcanzar el rasurado monte de Venus de Jane.
     ¡Oh, Dios mío! —exclamó cuando sintió cómo Max le separaba sus húmedos pétalos para localizar aquél nudo mágico donde se centraban todos sus sensibles nervios. Lo atrapó con su boca, jugando con él, provocando una oleada de sensaciones placenteras y orgásmicas en Jane.
    Tras liberar el sabroso clítoris de la mujer, Max arrastró su lengua desde ese punto hasta la abertura codiciada, para luego hundirla hasta el fondo, saboreando todos los jugos cremosos que allí se encontraban reunidos. Le hizo el amor con la boca, le dio varios lengüetazos por todo el sexo y se entretuvo de nuevo, y más de una vez, con el botón de su feminidad, hasta que notó que sus pesados testículos estaban a punto de reventar.
    Jane, que en todo momento se dejó hacer, le pidió a Max, cuando éste se incorporó y dejó de comérsela con la boca, aquella boca creada para pecar y que le había regalado un par de fabulosos orgasmos, que se acercara para poder ella devolverle el favor; y eso hizo Max, se arrodilló al lado de su cabeza y le ofreció su ansiosa verga.
     Al principio, a Jane le costó coger el ritmo de la felación, puesto que al no disponer de toda la movilidad necesaria al verse maniatada, no podía establecer ella misma el ritmo de las embestidas de la polla de Max contra su boca, pero él supo cómo acoplarla en esa cavidad húmeda: le sujetó la cabeza con ambas manos y con lentitud, deslizó una y otra vez su largo y recio eje, dentro y fuera de allí, hasta que se quedó satisfecho; ya tenía su hombría lubricada.    Tras dejarle un vacío en la boca de Jane y ponerse un condón que extrajo de último cajón de su mesilla de noche -primeramente se sercioró de que no estuviera caducado-, Max cubrió con su corpulento cuerpo, el de ella, mucho más menudo y delgado, para acomodarse entre sus piernas, sin dejar de apoyar la mayoría de su peso, sobre sus musculosos brazos que descansaban a ambos lados de Jane, que mientras tanto lo miraba expectante, deseando que llegara el gran momento; y no tuvo mucho que esperar, pues una vez que Max se posicionó entre sus muslos y le acarició el coño para comprobar que, efectivamente, estaba preparada para él, encaró la cabeza roma de su pene y la penetró hasta el fondo de una sola estocada
     ¡Joder nena, qué estrecha estás! —rugió con voz ronca, sin salirse de su interior, ni moverse siquiera, saboreando aquél maravilloso momento en el que ambos estaban unidos a través de sus sexos palpitantes—. ¡Había olvidado lo bien que se siente estando uno enterrado así! —reconoció, para luego retirarse lentamente y, sin llegar a salir del todo, volver a hundirse en sus húmedas y suaves profundidades.