Ni el frío de la noche a esas altas horas de la madrugada lograron enfriar los ánimos de Mitchell. Estaba tan cabreado que los demonios se lo llevaban. Era tal la rabia contenida la que lo carcomía por dentro, que hasta los dientes le castañeaban, e incluso le dolía la mandíbula de tanto apretarla con fuerza.
Sintiendo el viento impactar contra su enrojecido rostro, con su media melena balanceándose mientras le rozaba los hombros mecida por la brisa, el exterminador fue acortando la distancia que lo separaba del causante de su enfado. En su mente no había otro pensamiento que el de eliminar al Ángel Caído de una vez por todas. Aunque era consciente de que aquel propósito le iba a resultar bastante complicado, por no decir imposible debido a la naturaleza de aquel ser vil y poderoso, él no iba a rendirse. Prestaría batalla, ¡aunque le costase la vida en el empeño! Si lograba al fin borrarlo de la faz de la Tierra, habría merecido la pena su sacrificio.
Bajo la luz de las estrellas que esa noche en especial titilaban más relucientes e intensas que nunca, y mientras pensaba los posibles métodos de hacer sufrir o incluso mejor aún matar a su más odiado enemigo, el exterminado al fin divisó el almacén donde de seguro iba a prestar combate... uno sangriento sin dudas.
Según fue acercándose, desde los metros de altura en el que se encontraba levitando, pudo ver mejor la sangría que se estaba desarrollando bajo sus pies. El brillo del metal de diferentes armas afiladas destellaban mientras eran blandidas por sus dueños. Líquido rojo bañaba el asfalto. El olor a sangre era abrumador. El sonido envolvente de gritos, gemidos, golpes y jadeos, era tan atronador que a ellos, seres con la audición tan desarrollada les era extremadamente insoportable, molesto e incluso hasta doloroso.
Era tal el despliegue de exterminadores, vampiros y demonios concentrados en el campo de batalla, que eso sorprendió al hombre, además de hacerle saber que el Ángel Caído había estado muy ocupado las últimas semanas creando a esos seres demoníacos a punta pala. Estaba claro que el ser alado estaba harto de vivir bajo la vigilancia de los de su especie y quería borrarlos del mapa de una vez para así poder controlar a la humanidad y al resto de seres del planeta a su antojo, sin límites.
El destello dorado de una melena rubia tras ser bañada por la luz de una farola cercana desveló la posición de su fiel amigo Dylan entre esa agitada masa de cuerpos que se movían al son de la guerra. Por lo que pudo comprobar, al ver tantos cadáveres y montones de restos de cenizas al alrededor del mismo, el exterminador había estado bastante entretenido mientras él había estado ausente.
Procurando no ser alcanzado por el mordaz látigo de su amigo, uno que estaba notablemente manchado de sangre, Mitchell se colocó detrás suyo. Y así, espalda con espalda, fueron acabando con las vidas de aquellos malnacidos que osaban atacarles con garras y colmillos afilados. Entre los silbidos de esa arma lacerante cuando era blandido por Dylan, el recién llegado comentó alzando la voz para poder ser escuchado entre tanto barullo y estruendos:
—Amigo, llego a venir cinco minutos más tarde y me hubiera encontrado con la fiesta finalizada.
Dylan se carcajeó sin dejar de luchar. Una vez repuesto del ataque de risas, dijo con el mismo volumen de voz por encima del hombro:
—Yo no tengo la culpa de que seas siempre el último en presentarse a una de ellas.
Mitchell sonrió mientras continuaba empuñando sus afiladas dagas sin cansarse de rajar, abrir en canal y descuartizar a todo ser maligno que se interponía en su camino y en la trayectoria de sus queridas armas.
—¿Dónde para Castiel? —preguntó poco después cuando vio que al fin menguaba el número de atacantes.
—No lo he visto en toda la noche, pero de seguro anda reduciendo nuestras filas —Esto último lo dijo en un siseo. Reconocer tal cosa en voz alta no hizo si no enfurecerlo más todavía, de ahí que sus arremetidas ahora fueran más letales.
—¿Me buscabas?
Aquella pregunta que interrumpía la conversación provenía desde el tejado del almacén que quedaba a pocos metros donde ellos se encontraban luchando. Ambos levantaron la cabeza al oír aquella voz tan conocida por ellos. Eran muchos los años, por no decir décadas, los que los tres se conocían.
Mitchell le dedicó tal mirada de rabia, que Castiel no pudo evitar regodearse de esta, por eso le devolvió el gesto con una sonrisa de suficiencia mientras le saludaba con un saludo militar.
—Dylan, si algo me pasara... —comenzó a decir. Notó como el hombre se tensaba al escucharle hablar— Prométeme que te harás cargo de Jennifer, ¿sí?
No sabía si lograría salir de esa con vida, de ahí la necesidad de saber que, aunque llegara a faltar, las necesidades de la joven estarían cubiertas, así como su protección.
—Descuida, hermano, aunque no será necesario —convino el rubio tras arrancarle de cuajo la cabeza a uno de los vampiros que les rodeaba—. Tú mismo podrás encargarte de ella. Confía.
El exterminador se giró tras deshacerse del demonio con el que había estado luchando, para a continuación apoyar una mano sobre uno de los hombros de su amigo que seguía prestando guerra, y susurrar:
—Gracias, amigo.
Acto seguido, volvió a dirigir su atención al Ángel Caído que seguía esperándolo en el mismo lugar. Y Mitchell no le hizo esperar mucho más. Con las dagas abrasándoles las manos, mirada asesina y dientes apretados, dejó que su robusto cuerpo se alzara hacia arriba en su dirección.
En cuanto Castiel lo vio acercarse de esa forma tan amenazante, prendió también el vuelo, subiendo más alto, alejándose así de aquel sangriento lugar. Mitchell salió a su encuentro, no tardando en darle alcance. Y así, a unos veinte metros del suelo, los dos seres sobrenaturales quedaron enfrentados cara a cara con apenas un par de metros de separación.
El exterminador se encontraba con las piernas ligeramente separadas, mirándolo con los brazos cruzados sobre el pecho. Parecía que se encontraba de pie, parado sobre una superficie sólida, sin ser realmente así.
Por otro lado, Castiel se hallaba ligeramente echado hacia delante, con las alas de plumas negras completamente abiertas de par en par mientras eran agitadas una y otra vez para poder mantener al dueño de las mismas suspendido en el aire.
—Al fin los dos solos...
Afirmó uno de ellos. Lo de menos era cuál. Lo que imperaba, lo que verdaderamente importaba era el hecho de que finalmente iban a enfrentarse de una vez por todas.
***
Ajena a los acontecimientos que se estaban llevando a cabo a unos cuarenta kilómetros de donde ella se encontraba acostada, Jennifer se agitó en sueños. Tras la dura experiencia vivida apenas un par de horas atrás, la mujer se encontraba algo traumatizada. De ahí que las pesadillas la abrumaran y no la dejaran descansar en condiciones. En todas ellas, la cara y la verga de Castiel aparecían. Era inevitable que el ser alado fuera el protagonista, se lo había ganado con creces.
Agitándose una vez más entre las sábana de seda, la mujer gritó un nombre:
—¡Mitchell!
Nada más salir esas palabras de su boca donde llamaba a su salvador, uno que ya la había rescatado en dos ocasiones desde que se conocieron, abrió los ojos abruptamente. Al principio no logró ver nada. Estaba a oscuras y confundida. Cuando logró enfocar algo más la vista, comprendió que se encontraba en el dormitorio que estaba usando desde hacía unos días.
No había terminado de incorporarse en la cama para quedar sentada, cuando la puerta fue abierta de manera repentina.
—¿Todo bien por aquí? —preguntó el que la había abierto.
Jennifer lo miro con el ceño fruncido. No logró reconocer a ese hombre pelirrojo de constitución robusta.
—¿Quién es usted? —fue lo único que se le ocurrió preguntar en vez de responder.
—Me llamo Angus —se presentó el hombre que seguía en el resquicio de la puerta sin entrar. Previamente había escaneado el lugar en busca de alguna posible amenaza. Le consoló saber que todo estaba bien por ahí—. Tanto yo como otros colegas estamos a cargo de vuestra protección.
La mujer acentuó más el fruncimiento de su ceño.
—¿Dónde está Mitchell? —Creía conocer la repuesta, pero tenía que asegurarse.
—Regresó al lugar donde fuiste rescatada —Viendo la preocupación reflejada en su rostro, añadió—: No debéis de preocuparos, Mitchell sabe como cuidarse.
Eso no lo ponía ella en duda. Lo que le preocupaba era que probablemente el exterminador se acabaría enfrentando con un ser superior, uno muy peligroso y letal, y por lo tanto podría sufrir daño alguno, o quizás incluso algo peor...
Agitó la cabeza queriendo apartar de ella esos lúgubres pensamientos. Él debía de estar bien. Ella necesitaba que fuese así, ya que no concedía la idea de vivir sin él. Ya no. Desde que entró en su vida para llenarle el vacío que había en ella, todo era distinto, todo era mejor. Ahora no podía perderlo. ¡No lo podría soportar! No podría aguantar la pérdida de otro ser querido... Porque así era, ella lo quería, lo amaba. Y tras volver a rescatarla poniendo en peligro su propia vida, ella había tomado la decisión de tomar de él todo lo que él pudiera ofrecerle. Se conformaría con ser una más en su larga lista de mujeres seducidas con tal de obtener algo más de su persona. Cierto era que Jennifer prefería tenerlo todo y ser la única. Pero aún con esas, se resignaría y aceptaría todo lo que el hombre le ofreciera. Aunque solo fueran polvos apasionados sin amor y sin compromisos. Menos era nada. Por Mitchell rompería su promesa de no tener sexo sin amor correspondido de por medio.
—Si no necesita nada más, me marcho para dejaros descansar —dijo Angus, que seguía plantado en el vano de la puerta.
—Por favor, avísame cuando esté de regreso.
El pelirrojo asintió con la cabeza. Tras retroceder y salir de la estancia, cerró la puerta con lentitud.
Ella se quedó mirando en esa dirección, rezando para que la próxima vez que esta se volviera abrir fuera la silueta de Mitchell la que viera.
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