¡Otra vez el maldito y jodido despertador dando por culo!, se quejó un soñoliento Mitchell, que se negaba rotundamente a levantarse de la acogedora cama en la que se hallaba descansando. De un puñetazo lo hizo callar. El aparato cayó al suelo hecho trizas, marcando ya para siempre las cinco de la tarde.
—¿Qué hora es? —preguntó una voz femenina a sus espaldas.
¡Oh, sí, tenía más que sobradas razones para querer quedarse un ratito más en la cama!
Lentamente, y con una sonrisa pícara dibujada en el rostro, Mitchell se giró para quedar de lado y de cara a la hermosa mujer que lo acompañaba esa tarde.
—Acaso... ¿importa?
Y sin darle tiempo a que contestara, tiró con destreza de su cuerpo desnudo para acercarlo al suyo, que estaba ya duro.
No recordaba cómo se llamaba la chica, pero lo cierto era que tampoco le importaba. Había sido el ligue de la noche anterior, habían echado varios polvos y ahora pensaba echarle otro antes de enviarla de vuelta a donde coño hubiera salido.
Devoró con sus expertos labios la boca de la mujer, que gimió por la sorpresa, pero aún así ambas lenguas respondieron a la llamada de la otra. Sus labios se unían, sus lenguas jugaban entrelazadas y sus manos se tocaban con impaciencia; la mujer también estaba más que preparada, húmeda para su íntimo toque y lloriqueando por ser saciada.
Con un ágil movimiento, la agarró por la cintura y la aupó hasta acomodarla encima suyo. Sin dejar de besarla ni de torturarle uno de los endurecidos pezones, guió su hinchado pene hacia la entrada resbaladiza de la mujer. Con una profunda estocada introdujo toda la longitud de su miembro en el acogedor y cálido interior; el largo y profundo gemido que produjeron los dos a la vez, llenó la habitación.
Las paredes vaginales se adherían como un guante de piel sobre su pene, abrazándolo y envolviéndolo con su calidez. Con cada embiste del hombre, la mujer se excitaba más, produciendo que su cuerpo expulsara más crema espesa para facilitar notablemente la penetración.
—¡Más rápido! —exigió la mujer cuando comenzó a sentir la llegada del orgasmo—. ¡Sí, Mitchell, sigue así, sigue...!
Comenzó a cabalgar con más frenesís sobre la montura del hombre, para aumentar el placer y hacerlos llegar a ambos a ese sitio tan deseado y codiciado por todos.
Él no la defraudó, continuó metiéndosela y sacándosela una y otra vez sin parar, con movimientos duros, rápidos y profundos, enterrando hasta el fondo la empuñadura.
Ambas agitadas respiraciones, jadeos y gemidos de placer, junto con el chocar entre carne contra carne, resonaron y llenaron la estancia que ya de por sí estaba cargada con el olor a sexo.
—¡Sí, Mitchell! —exclamó la mujer, gritando su nombre a la vez que gemía cuando al fin alcanzó el clímax.
Su canal estrecho se contrajo en el suceso, provocando que el pene acabara ordeñado. Cada terminación nerviosa se activó, explotando en una inmensa lluvia de placer que lo envolvió, haciéndole estallar en un éxtasis glorioso. Chorros y más chorros espesos de semen inundaron y llenaron a la mujer, que todavía temblaba con los repiques de su reciente orgasmo.
No habían usado preservativo, pero eso no le preocupaba. Ella le había dicho que tomaba la píldora y él mismo la había visto hacerlo. Y tampoco tenía que preocuparse por las enfermedades de transmisión sexual, ya que él y los de su especie eran inmunes a estas.
El cuerpo de la joven cayó laxo sobre el suyo, pues estaba agotada ya que habían pasado gran parte de la mañana follando como locos y apenas habían dormido algo.
Con mucha delicadeza la dejó caer encima del lecho, al lado suyo. Su pálida y suave piel se perdía entre las revueltas sábanas blancas de seda.
—Si quieres puedes usar el cuarto de baño que hay en la puerta de enfrente, al otro lado del pasillo —le dijo mientras se incorporaba, listo para darse él también una merecedora ducha—. No olvides cerrar la puerta principal cuando salgas.
Y sin decir nada más, ni echarle un último vistazo a la mujer, Mitchell abrió la puerta del baño que estaba dentro del dormitorio y se perdió tras ella.
Llegaba tarde a la base central donde los suyos le esperaban; tenían que acordar la ruta de patrulla que a cada uno les tocaría para esa noche. Sin dudas sería una muy larga y agitada, todos los sábados noche lo eran.
Se metió en la ducha y abrió el grifo del agua caliente; las gotas resbaladizas recorrieron cada centímetro de su fibroso y musculoso cuerpo varonil.
Apenas cabía dentro de la ducha, sus casi dos metros de estatura llenaban el pequeño espacio. Eso le pasaba por tener tan anchas las espaldas y los hombros, sino tuviera una constitución tan imponente y enorme, no tendría ese problema. Necesitaba reformarlo, pero ahora mismo no tenía ni ganas ni tiempo para meterse en obras.
Se pasaba seis noches a la semana trabajando, dando caza a todos esos malditos seres nocturnos que vagabundeaban por las calles. Y durante los días, pasaba gran parte del tiempo durmiendo y el resto, o bien estaba entrenando en el gimnasio de la base central o practicando puntería en el campo de tiro.
Tenía que estar siempre en forma, listo para la acción. Su misión en esta interminable vida era la de exterminar y destruir a las malvadas criaturas que buscaban a inocentes víctimas para saciar sus apetitos. Algunos de sed de sangre, como los vampiros, y otros de sexo mortal, como los demonios. Estos eran los más peligrosos. Siempre hambrientos de sexo. Violaban a sus víctimas hasta acabar con sus vidas.
Por eso, a él y a los de su raza los llamaban Los Exterminadores. Todos ellos hombres fuertes, indestructibles, temibles y peligrosos. Pero sobre todo, letales. Y eran muchos los que les temían y tenían sobradas razones para hacerlo.
Cerró el grifo del agua una vez que ya había terminado de enjabonarse y de aclararse. Tomó la primera toalla que tenía más a mano y salió de la ducha. Cuando entró de nuevo en su dormitorio llevando puesto solamente una toalla blanca envuelta en su cintura, la mujer que lo había complacido durante ese día, ya no estaba allí.
Se acercó al armario empotrado de roble y abrió a la vez dos pesadas hojas. En ese momento Mitchell escuchó la puerta principal cerrarse con un fuerte golpe. Sin dudas, la mujer se había enfadado por haber sido despachada de esa forma tan fría. Peor para ella, pensó Mitchell. Él la noche anterior, cuando se conocieron en la discoteca, ya le había dejado bien claro cuáles eran sus intenciones y ella las había aceptado.
Mitchell no quería complicaciones, nada de relaciones estables o duraderas. Ya en el pasado, en uno muy lejano, él había sucumbido al amor y se había enamorado de una bella humana llamada Pamela.
La mujer era una dama, la hija de un importantísimo Conde, el señor Peter Kensington. En aquellos tiempos, a finales del siglo XIX, tuvo que cortejarla para llevársela a la cama. No era lo mismo que ahora, que con solo decir cuatro cosas bonitas, una invitación a una copa y una mirada lasciva, conseguías a cualquier mujer. Pero entonces, en aquellas fechas todo era más complicado... pero aún así consiguió ganarse la confianza de la mujer y la hizo suya.
Estaba muy ilusionado con su reciente relación, incluso se planteó pedir su mano y contraer matrimonio con ella. Pero el destino no quiso que eso ocurriera, la enfermedad del Cólera se cobró la vida de Pamela y él no pudo hacer nada para salvarla. Desde entonces se juró no enamorarse nunca, no volver entregar su corazón a ninguna otra mujer. Había sufrido mucho con su pérdida y no quería volver a pasar por lo mismo.
Esa era la eterna maldición de los suyos, predestinados a vagar solos por toda la eternidad. Había oído hablar de un ritual de sangre que hacía que una humana quedara ligada y unida al alma de un exterminador. Pero eso era una cosa muy complicada, sí la hembra no era realmente su otra mitad, el ritual no sería válido y acabaría cobrándose la vida de la mujer en cuestión.
Era muy arriesgado, unos pocos se atrevieron a hacerlo y no todos ellos consiguieron realizar victoriosamente con su objetivo. Pero aquellos exterminadores que lo lograron, ahora vivían felizmente con sus parejas, que después del ritual dejaron de ser humanas y se volvieron también inmortales.
Con Pamela no le dio ni tiempo a ponerlo en práctica, cuando regresó de un largo viaje al que se vio obligado a realizar, se encontró con la mujer agonizando en sus últimos minutos de vida. Llegó demasiado tarde y eso aún hoy en día, lo atormentaba.
Sacó del armario la ropa que se iba a poner esa noche, que como siempre, era de color negra. Retiró de la frente un mechón húmedo de su larga y oscura melena. Después de enfundarse en unos pantalones de cuero y de anudarse las cordoneras de sus botas de motero, salió de la habitación y se dirigió a la cocina. Se preparó unos sandwichs de jamón york y queso. Se lo comió acompañado de una gran taza de café.
Al terminar, se fue directo al garaje.
Su Harley Davidson lo esperaba, ansiando entrar en acción y rodar callejeando las calles de Londres. La base central no estaba muy lejos de casa, como mucho a unos diez kilómetros.
La propiedad estaba fuera de la ciudad, en medio del monte. En una zona tranquila y deshabitada, donde no se veía casi nunca alma alguna. El edificio era enorme, de dos plantas más el sótano. Tenían varios apartados, gimnasio, campo de tiro, piscina climatizada, laboratorios y lo más principal, la sala de ordenadores desde donde se controlaba todo. Aquel lugar estaba sobre protegido, lleno de cámaras, sensores de movimiento y otros dispositivos de seguridad que la hacía impenetrable para cualquier persona ajena al lugar.
Sacó el mando del bolsillo de la chupa de cuero y lo accionó. Esperó hasta que la puerta principal de doble hoja se abriera y cuando lo hizo, metió la primera y luego le dio puño a la Harley Davidson. Esta se deslizó suavemente por la grava del suelo y se perdió dentro de los límites de la parcela.
La aparcó en su lugar correspondiente, donde siempre la dejaba junto con los demás vehículos de sus compañeros, todos ellos de alta gama y excesivamente caros. El lujo reinaba en el lugar y no era para menos. Tenían siglos de existencia sobre sus hombros, tiempo más que suficiente para hacer una pequeña fortuna cada uno.
Atravesó el garaje con paso distraído, mientras sacaba el paquete de tabaco del bolsillo trasero de sus pantalones ajustados. No tenía predilección por una marca en especial, mientras fuese fumable le bastaba. Extrajo un cigarrillo, se lo llevó a la boca y lo encendió. La primera calada fue larga y profunda, el humo bajó por su garganta hasta inundar sus pulmones. Le encantaba esa sensación.
Sus botas resonaron sobre el suelo de mármol, mientras avanzaba sin pausa hacia su destino. Abrió la puerta que daba acceso a un amplio y bien iluminado pasillo y se dirigió hacia la derecha, rumbo a la sala de ordenadores.
Todos los miembros de su especie estaban ya allí, esperando su llegada. Si a alguno le molestó su tardanza, no dio señal alguna de ello, ni dijo nada. Todos sabían que no debían provocar su ira, que era mejor estarse calladito y dejarlo estar. Tampoco era que fuera muy difícil lidiar con él, simplemente había que saber manejarlo, con que te apartaras a un lado y lo dejarás en paz, bastaba.
Apagó su cigarro en el primer cenicero de cristal que encontró a mano, tomó asiento y apoyó sus piernas sobre la larga mesa que reinaba en la sala. Se reclinó hacia atrás en su silla y miró fijamente al exterminador que comenzaba con su charla.
El más antiguo de todos ellos, era el que hacía el reparto estipulado para patrullar esa noche. Les dijo a cada uno la ruta que les había tocado. A él le gustaba más ir de caza solo y esta vez, la zona que le tocó era una muy movidita, de las menos tranquilas.
¡Perfecto!, pensó mientras se retiraba y se iba directo al gimnasio a estrenar un poco. Eso era lo que él necesitaba, mucha acción para sentirse vivo, para desahogarse y quemar adrenalina. Y últimamente había tenido poco de ella, por alguna extraña razón, escaseaba la delincuencia sobrenatural y eso era muy raro... Demasiado.
Fue primero hacia su taquilla, que estaba nada más entrar en el gimnasio, sacó su chándal Nike gris y se mudó de ropa. Tomó un par de guantes de boxeo, se los puso y se fue hacia el saco de arena; esa noche tocaba machacar los músculos de los brazos.
***
Hoy realmente hacía mucho calor, aún estando a primeros de junio la temperatura era algo excesiva a esas horas. Estaba a punto de dar las dos del mediodía y esa gente tan pesada no se marchaba. Jennifer no quería ser grosera, pero estaba cansada, hambrienta y tenía muchas ganas de regresar a casa.
Y esos pesados no se largaban.
Con un suspiro de resignación, Jennifer continuó sonriendo con esa risa falsa, que había practicado continuamente durante el año que llevaba trabajando allí. Se secó la humedad de sudor que comenzaba a empañar su frente y se arregló mejor su traje de chaqueta color marfil.
—Así es, señor Raynor, en el precio que le he dado viene incluido los gastos de transporte y montaje —le dijo al hombre robusto y canoso que la miraba atentamente—. Usted nos dice la fecha en la que le viene bien que se la enviemos y nosotros, si la tenemos libre, iremos a entregársela.
—¿Y dice usted que viene así?, ¿con todo incluido? —preguntó incrédulo—. ¿Con las cortinas, colchones, muebles y electrodomésticos? ¿Con todo?
—Sí, eso es. Todo lo que habéis visto que hay dentro de la vivienda viene incluido en el lote, ¿alguna duda más?
¡Por favor, que lo tengan ya todo claro y se larguen!
El señor Raynor miró a su mujer, una señora también de mediana edad, muy bajita y rechoncha.
—¿Qué hacemos, cariño?
—Mejor lo pensamos en casa y cuando lo tengamos decidido, la llamamos... ¿Cómo me ha dicho usted que se llamaba jovencita?
—Jennifer, señora Raynor, ese es mi nombre.
Y en eso quedaron, la pareja se marchó habiéndole prometido antes llamarla cuando tuvieran claro si se quedaban con esa casa prefabricada de segunda mano.
Jennifer respiró al fin tranquila, agarró el manojo de llaves que tenía sobre la mesa de la oficina y se dispuso a revisar casa por casa, asegurándose de dejarlas todas bien cerradas.
No podía quejarse del trabajo, estaba en un lugar tranquilo, la única empleada era ella y debido ello gobernaba el negocio a su antojo. Cuando quería limpiaba una casa, o dos o las que le apeteciera, siempre y cuando las dejara todas limpias al terminar la semana. Tampoco solía tener excesivas visitas. Y cuando era así, las atendía amablemente; les enseñaba las casas prefabricadas que tenía en la exposición.
La dueña del negocio Mi Otra Casa y a su vez, su jefa, era una vieja amiga suya de la escuela. Fueron juntas al colegio de monjas Virgen María y siempre se llevaron bien. Por eso no negó el ofrecimiento para trabajar para ella, sabía que era de fiar y pagaría religiosamente en la fecha establecida.
Cuando terminó de revisar la última de las casas, volvió a guardar el sobrecargado llavero en su sitio correspondiente; cogió su bolso, su teléfono móvil y las llaves de su coche y cerró con llave la casa oficina. Montó en su vehículo, lo puso en marcha y salió del terreno. Se bajó del auto un momentito, cerró la puerta de hierro que daba acceso a la parcela y regresó a su coche.
Con la música a todo gas y haciendo chirriar las ruedas sobre el asfalto, Jennifer salió pitando con destino a su casa.
Tenía la suerte de no vivir muy lejos y pudo llegar en poco más de cinco minutos. Aparcó su Citroën C4 en la calle que quedaba enfrente del edificio de pisos donde tenía su apartamento y cuando se hubo apeado de él, se metió con paso apresurado en el inmueble.
Sus tacones resonaban en el recién fregado piso, haciendo eco en las paredes. A esas horas no se encontraba muchas almas merodeando, estaban ya todos o bien comiendo o listos para empezar a hacerlo. Y si no pasaba nada, ella haría lo mismo, en cuanto llegara al cuarto piso donde tenía su vivienda.
Estaba deseando cambiarse de ropa y ponerse algo más cómodo, quería quitarse esos dolorosos zapatos y engullirse un buen plato de espaguetis precocinados.
Esperaba esta vez no encontrarse con otro de esos extraños mensajitos que últimamente recibía. Hacía ya más de dos semanas que el acoso había comenzado, era raro el día que no recibía alguna carta anónima o alguna notita. Alguien con acceso al edificio, se entretenía metiendo sus pequeñas amenazas por debajo de la puerta principal de su vivienda.
Alcanzó la puerta de su apartamento y la abrió sin perder tiempo alguno. Como temía, había un sobre blanco sin nada escrito por fuera en el suelo. Con manos temblorosas lo abrió, para descubrir en su interior una gran variedad de fotografías. Todas ellas eran de ella misma, tomadas en su trabajo. En algunas salía sola y en otras aparecían algunos clientes acompañándola. El o la demente que jugaba con ella le estaba dejando claro que no sólo sabía donde vivía, sino que también conocía el lugar en el que trabajaba. Todo eso la inquietaba y se estaba planteando seriamente en ir a la comisaría y dar constancia de todo lo que ocurría. Guardó las fotos en uno de los cajones que tenia el robusto mueble del salón, junto con las demás pruebas y entró corriendo a la cocina. Sacó del congelador la bandeja de la comida y la dejó dentro del microondas cocinándose y se fue a su dormitorio.
No iba a permitir que un loco o una loca le quitara el apetito. Ya tendría tiempo más adelante de lidiar con toda esa mierda.
El dormitorio era una habitación preciosa, con unas cortinas de color rosa pálido muy femeninas y una decoración sencilla. Se dejó caer sobre la colcha de la cama y cerró los ojos. Estaba realmente agotada, la noche anterior apenas había dormido algo, había estado enganchada a una novela que había adquirido hacía un par de días y hasta que no se la terminó de leer, no paró. Miró el tercer ejemplar de la Saga En una noche, que todavía descansaba sobre la mesita de noche y suspiró recordando cuanto había disfrutado leyendo ese libro titulado Emilia. Era una novela romántica paranormal, de esas que te atrapan y de la que no puedes dejar de pensar en ella, realmente fantástica.
Se puso en pie, cogió el libro y lo guardó en la estantería que tenía junto al armario. La semana pasada se había leído toda la colección que tenía de una autora llamada Lighling. Sus libros, Exilio, Redención y unos cuantos más resultaron ser de lo más entretenidos. Había disfrutado también de ellos, adoraba ese tipo de historias, repletas de seres mitológicos, de romance, pasión...
Tomó un ejemplar de la nueva Saga que había comprado recientemente, una llamada La Era De Los Vampiros, y lo puso en la mesilla de noche, para tenerla a mano cuando la leyera esa madrugada. Eso pensaba hacer cuando regresase de la discoteca a la que tenía pensado ir.
Tenía buena pinta, tanto el título Dulce Cautiverio, como la portada y la sinopsis. Sospechaba que una vez más acabaría enganchada a la historia del libro, como le ocurrió con las anteriores. ¡Era una enamorada de la lectura!
El pito que emitió el microondas, la avisó de que su comida estaba ya lista, en su punto para ser devorada. Sin perder más el tiempo, se lo sirvió; desapareció en un tiempo récord, y después de recoger la cocina y dejarlo todo limpio y ordenado, regresó a su dormitorio a ponerse cómoda.
Se desvistió de manera distraída y sin ponerse nada encima, ya que le gustaba dormir desnuda, se metió entre las sábanas de algodón a descansar un poco. Necesitaba dormir la siesta si esa noche quería estar en forma para aguantar una larga noche de fiesta. Llevaba toda la semana esperando que fuese sábado para salir a tomar algo con sus amigas, aunque esa noche sólo la acompañaría Eleanor. El resto de sus colegas estaban de exámenes en la universidad y no podían perder el tiempo con salidas y cosas de ese estilo. ¡Una pena! Pero ella pensaba divertirse por ellas, eso lo tenía claro.
Recordó cómo conoció a su amiga Eleanor, hacía ya unos diez años, cuando ambas fueron al mismo orfanato. Era la más tímida de todas las muchachas y ella, ni corta ni perezosa, se acercó y le dio conversación. Desde entonces se hicieron inseparables.
Ninguna de las dos conocían a sus padres, ni sabían si tenían hermanos o cualquier otro familiar, ya que fueron abandonadas por ellos y adoptadas por el orfanato Las Hermanas De La Caridad. Allí pasó toda su infancia y al cumplir la mayoría de edad, se independizó. Estuvo trabajando en varios lugares y con diferentes oficios, desde dependienta en una tienda de lencería en unos grandes almacenes.
Hasta que su amiga Kathy, su jefa, le ofreció trabajar para ella en la exposición de casas móviles, conocidas cómo casas prefabricadas. Y no se arrepentía de ello, en absoluto.
Dio un par de vueltas más entre las sábanas, buscando una posición cómoda, hasta que finalmente el sueño la atrapó y todo quedó a oscuras.
1 comentario:
Me EN-CAN-TA o_O
Estoy gratamente sorprendida, porque no me suelen gustar el tipo de novelas románticas, paranormales con toques eróticos... Pero he visto que era el primer capítulo y he dicho "¿Por qué no probar?" Y me he enganchado... Por favor, sigue, quiero saber más... >o<
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